André Cruchaga
IRONÍA DE CONTRASTES
(MONÓLOGO)
un cordel delirante iba a romper tu frío
se me durmió una pierna en esa posición y hablé con ella
cantándole mi alma me pertenece
el cielo era una gota que sonaba cayendo en la gran
soledad
pongo el oído y el tiempo como un eucaliptus
frenéticamente canta de lado a lado
en el que estuviera silbando un ladrón
ay y en el límite me paré caballo de las barrancas
sobresaltado ansioso inmóvil sin orinar
en ese instante lo juro oh atardecer que llegas pescador
satisfecho
tu canasto vivo en la debilidad del cielo
Pablo Neruda
Supongo
que la palabra es la fiel balanza de la conciencia, el alma con la que se
caminan los extraños pasadizos de la historia, la piedra vívida de la
existencia. Ellas nos colman con todas las habitaciones del idioma: dicen y
entredicen y contradicen, nos forcejean frente a la página del diario vivir. Arden
en mi cara con esa rara ironía de los contrastes. En mí, nunca son diferentes a
las que conocí en mis varias infancias; perviven en mi trayecto. Rara vez
llegan hasta aquí, las moscas y su somnolencia, ni la escarcha serpenteante de
la neblina, ni los ídolos de paja. Una polución vital se arrima, o fluye,
resistiendo el equilibrio, ese nosotros menesteroso apechugado en el camino. A
menudo es la necesidad fisióloga de transitar sobre los diferentes absolutos
del tiempo. El país es mi desenfreno, mi país orgía, mi país consagrado al
despojo. En mi “Palabra habitada”, la metáfora plural de la memoria y las ideas,
del rictus libertino, o de los sueños condenados al hartazgo. “No sé qué imanes
muerden la herrumbre de los pantalones viejos./ Veo la hamaca de la noche
tendida entre las muchas pestilencias del país./ Solo me viene a la mente, el
paisaje y las rodillas de barro/ de la infancia, el pájaro invisible colgado
del claro de los aleros del tejado./ Ignoro en qué lugar puedo encontrar un
país de purezas, un país vivo / y sin arrimos, un país de siempre y no de
nunca./ Las palabras habitadas tienen su propio esplendor, brillan como una
raja/ de ocote, un árbol crecido en el aguacero de luz de las ventanas.”
Ninguna cofradía es coherente a mis postulados u otredades, salvo en la antigua
boca de la sombra. Es difícil soportar cualquier preeminencia. Es difícil la
radicalidad de las liturgias que labran estrellas. Es difícil masticar las
letras sin la paciencia que se requiere para construir un camino. Cada quien
encarna la materia informe de su propio yo, los pensamientos, ese calor de
brazos al unísono con las ideas. La única perennidad es la persistencia de la
Nada. Allí se esculpe, se cava, se endurecen las manos, las líneas del
horizonte ante el grito, los límites que nos impone la razón. Llega un momento
en que toda apariencia es deleznable. Sucede que la inmortalidad es un concepto
erróneo. Sucede que descreo hasta de la posibilidad de resistir. Sucede que no
puedo vivir en medio del tumulto, ni dentro de una imagen, sin que ella deje de
explicarse. Añado mi cruz y mis ojos, al filo de los miedos. No hay necesidad
de labrar estatuas, ni ejercer la beatitud confesional, incondicional y
extática, para seguir caminando en un mundo sin bíceps y costilludo. Yo no me
extasío en lo incorpóreo, en la queja o las imposturas. Si acaso, soy
voluntarioso con las palabras. Mi único defecto es des-construir la pobreza y
jugar aunque sea arrimado a la intemperie. Al único universo que accedo sin
miedo es al poema. Otros que hagan propaganda sobre sus propias grietas aunque
las cubran con impermeables. Antes escribía cartas en los poros de las aguas,
mientras llenaba los bolsillos de disparates. Ahora soy capaz de abstraerme o
conectarme con la verdad y todos sus oídos y todas sus bocas. Nunca ha sido
fácil la cópula desde el vacío de las ventanas, desde los alabastros inefables
de las hostias, o el empeine del deseo. Después de todo, siempre después de
todo, me olvido de los desvíos y recaigo en la corporeidad de la noche. ¡Cuánta
penumbra en la covacha de la ropa! ¡Cuánta agua corre en medio de la noche
afilada de las estatuas! Un día de estos, —para hacer la
diferencia—, haré volar piscuchas de palabras.
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