domingo, 11 de marzo de 2018

PÁRPADO DEL ÉLITRO

Imagen cogida de la red






PÁRPADO DEL ÉLITRO




Vivo a la orilla del trino,
entre el élitro y el desvarío del pecho,
un día y otro día y otro día,
entregándome al cuerpo incendiado
de aguas, a veces al mechero que quema mis alas;
otras, a la precisa
ciencia del tránsito,
buscando el camino dulce,
no el amargo;
azuzando mi propia cabalgadura de olvidos.

Y es que, a pesar de todo,
—de ventanas  y sentido—, algo me dice
que uno muda con el tiempo del follaje, 
nombres frágiles,
acaso rondando las fotografías, 
los pequeños infiernos agitados de las barcas.

Vivo así, quebrando los espejos del charco y la ventana,
el ojo no alcanza a arrullar todo el invierno,
ni  a empuñar el zumo de la fragancia,
la savia celeste de las luciérnagas
en posesión de mis sienes;
he pasado largo tiempo en este enredo de cuadernos,
en este vuelo amarrado con hilos de infancia,
acecho del agua sobre el párpado,
mechón de la geografía
en mis zapatos de penitente milpa y sombrero de paja y sudor.

(Cuando quiero emprender el vuelo,
la sangre se me hace Ícaro,
se me hace innumerable la batalla y la fatiga,
los días de rocío los muele la espuma acumulada en las manos,
cuando zumban las espigas,
la queja se hace tangible en mi taza de suspiros.
Cuando las calles me llaman con eternidad de piedra,
pienso en la luz medrosa de mis calcetines,
en el orgasmo prolongado de los sentidos,
en el caudal del aire que repta sobre el espasmo.
Siempre vuelo a deshora,
con una piscucha de nostalgia,
alas de mi absurdo sobre el esqueleto del horizonte.
El alma me lleva siempre con tambor de pájaro,
aunque después
me enrede en mis propias manos,
en el vano intento de sellar la herida,
trajín del ardor en el páramo.)

Vivo así, leyendo los telegramas del viento,
la carta ciega en la nube
de los azacuanes,
mordiendo la sed rudimentaria de mis huesos.
Vivo así, sin el barbecho del calendario,
esperando únicamente,
que la caída no duela más que el intento de volar;
y el rostro no pierda la persiana de los ojos
y la piel siga confiada al esqueleto,
a esta forma acostumbrada a la estocada.

De nuevo busco las palabras tangibles
para armar mi silabario:
y, aunque estoy acostumbrado
a la acidez de los círculos,
me gusta ver cómo discurre la harina en el vacío,
la ceniza como una pluma,
un niño en el espejo del alba.
—Claro, después vuelvo a mis trajines,
al teatro moldeado en cristales,
a mi cuerpo de cerámica,
a la piel que me susurra
livianos pájaros madurados en el recuerdo,
a las aguas que gotean,
sigilosamente, de las campanas.

Barataria, 2011
Del libro “CLARIDAD ANSUELTA”, 2011(inédito). 125 pp
© André Cruchaga

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