Imagen cogida de la red
PÁRPADO DEL ÉLITRO
Vivo
a la orilla del trino,
entre
el élitro y el desvarío del pecho,
un
día y otro día y otro día,
entregándome
al cuerpo incendiado
de
aguas, a veces al mechero que quema mis alas;
otras,
a la precisa
ciencia
del tránsito,
buscando
el camino dulce,
no
el amargo;
azuzando
mi propia cabalgadura de olvidos.
Y
es que, a pesar de todo,
—de
ventanas y sentido—, algo me dice
que
uno muda con el tiempo del follaje,
nombres
frágiles,
acaso
rondando las fotografías,
los
pequeños infiernos agitados de las barcas.
Vivo
así, quebrando los espejos del charco y la ventana,
el
ojo no alcanza a arrullar todo el invierno,
ni
a empuñar el zumo de la fragancia,
la
savia celeste de las luciérnagas
en
posesión de mis sienes;
he
pasado largo tiempo en este enredo de cuadernos,
en
este vuelo amarrado con hilos de infancia,
acecho
del agua sobre el párpado,
mechón
de la geografía
en
mis zapatos de penitente milpa y sombrero de paja y sudor.
(Cuando quiero emprender
el vuelo,
la sangre se me hace
Ícaro,
se me hace innumerable la
batalla y la fatiga,
los días de rocío los
muele la espuma acumulada en las manos,
cuando zumban las
espigas,
la queja se hace tangible
en mi taza de suspiros.
Cuando las calles me
llaman con eternidad de piedra,
pienso en la luz medrosa
de mis calcetines,
en el orgasmo prolongado
de los sentidos,
en el caudal del aire que
repta sobre el espasmo.
Siempre vuelo a deshora,
con una piscucha de
nostalgia,
alas de mi absurdo sobre
el esqueleto del horizonte.
El alma me lleva siempre
con tambor de pájaro,
aunque después
me enrede en mis propias
manos,
en el vano intento de
sellar la herida,
trajín del ardor en el
páramo.)
Vivo
así, leyendo los telegramas del viento,
la
carta ciega en la nube
de
los azacuanes,
mordiendo
la sed rudimentaria de mis huesos.
Vivo
así, sin el barbecho del calendario,
esperando
únicamente,
que
la caída no duela más que el intento de volar;
y
el rostro no pierda la persiana de los ojos
y
la piel siga confiada al esqueleto,
a
esta forma acostumbrada a la estocada.
De
nuevo busco las palabras tangibles
para
armar mi silabario:
y,
aunque estoy acostumbrado
a
la acidez de los círculos,
me
gusta ver cómo discurre la harina en el vacío,
la
ceniza como una pluma,
un
niño en el espejo del alba.
—Claro,
después vuelvo a mis trajines,
al
teatro moldeado en cristales,
a
mi cuerpo de cerámica,
a
la piel que me susurra
livianos
pájaros madurados en el recuerdo,
a
las aguas que gotean,
sigilosamente,
de las campanas.
Barataria, 2011
Del libro “CLARIDAD ANSUELTA”,
2011(inédito). 125 pp
© André Cruchaga
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