Imagen cogida de la red
MIENTRAS ARRECIA EL FUEGO
Todo esto es tan antiguo
como la misma muerte,
tan confuso y tan raro
como la misma vida.
Francisca Aguirre
De
algún lugar desconocido viene el fuego.
Desde
la ventana el ala y el escombro,
los
años que acaban en azogue,
el
aire que nos mueve con paraguas de ansia,
—todo
arrecia cada día,
la
vida es avara,
nos
va consumiendo en su temblor de ascua,
siempre
el ahogo empieza por los ojos
y
concluye en la boca,
—la
brasa nos advierte, —vigía del destino—,
la
hora de los barcos en la pesadumbre,
la
hora del azor
carcomido
en la solapa de los párpados.
Mientras
llego a lo que debe ser:
la
oquedad inalterable.
Debo
caminar sin destruirme a través de senderos sinuosos,
pasadizos
fatuos,
borrar
de mi memoria los tiempos de aguacero.
Borrar,
digo, manos y amores con la misma avidez
fundacional
de su germinación;
la
vida, al final,
es
un espejo en desbandada que sólo se ve y tiene
sentido
a cierta edad,
cuando
la amenaza o la caída es inminente,
cuando
el cuerpo solo va quedando como roca fría
en
el sendero de la cueva:
en
el pozo donde descansa la corteza del cuerpo.
—No
sé si todo lo que pasa queda,
cuando
el tiempo es únicamente un destello de destrucción
permanente,
una desgracia desprovista de inocnecia;
nuestra
carne es éter y va a la tumba indeleble,
nuestros
pasos y mirada están marcados por ese ardor
que
escapa de las manos,
por
la luz que quiebra los párpados,
por
la flecha que horada los anhelos,
sin
disimulo.
Entre
un sobresalto y otro, el tronco del árbol se ahueca,
vivimos
porque morimos y en este enredo,
se
nos gastan los dientes,
el
aliento se hace cada vez, inaprehensible;
el
fuego nos consume y es cierto;
pero
también lo hace la espiga,
el
engaño del espantapájaros en el eco,
el
amor que nos muerde y pervive en la herida,
el
odio que asciende a respiración,
las
dudas que respiran la saliva o las certezas,
que
son, en cierto modo,
aguas
movedizas sobre las aguas de los edictos.
Mientras
el dolor exista, habrá piedras y oscuridad sin límites;
mientras
la vida sea morir en nuestras pupilas,
sólo
el grito es claridad,
síntoma
de la sangre horadada.
Donde
la oscuridad es habitual conciencia,
qué
vida nos asiste,
qué
mesa nos proclama,
qué
manteles aúllan sin armadura;
dónde
el cielo llena bodegas de herrumbre,
qué
infinito resplandece
al
punto de tornarnos visibles,
sin
cadenas, ni escorpiones.
Mientras
todo esto arrecia, el azul con viñetas de ceniza.
Me
preparo para comulgar con mi espejo,
y
así partir ileso,
—quizás
indiferente, con mi única claridad,
un
pájaro en la lluvia,
otro
grito sin quejarse en las aguas profundas de la flecha.
Barataria, 2013
Del libro “CUERVO IMPOSIBLE”, 2013(inédito). 138 pp
© André Cruchaga
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