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DESTRUCCIÓN DE LA
PACIENCIA
Todo
es posible: esperar que desaparezcan los inviernos de casa.
Cada
inclemencia me roba la claridad de la vista.
Cada
risa pestañea en la lengua con un tambor de cuero
curtido
en el alfabeto náufrago de las sombras,
en
las ruinosas bicicletas de la niebla,
—piedras
pesadas en la boca y sobre el féretro
donde
la lágrima brota de los cadáveres como para humedecer
la
madera de los días muertos en el torrente del espejismo.
La
cola de cascabel destruye mi paciencia,
—vos,
que nunca llegaste, sino en el postrero acantilado
del
final de la desnudez sin remuneración alguna,
precipitada
en el semen irrefrenable
creado
en la semana mayor de la crepitación,
meses
en el taburete esperando escaleras de azúcar,
cercano
a la piedra pómez de la leche afiebrada,
entre
la muchedumbre del espejismo
galopante
del surtidor invernal,
empinado
en el candado migratorio
de
mi propio mundo de nichos:
debo
decir que todo lo ha rebasado el tiempo:
dejo
la paciencia para atesorar tiliches, para la especulación
cartesiana
del volcán de callar sobre la roca
encerrada
en mis prioridades.
—Vos,
destruiste los roperos y la alacena,
la
poca fortaleza que me quedaba en el paladar duro
del
temblor del ojo,
estío
derramado en los dedos de los peces;
desgastados
los amuletos,
la
taza de café azul de los pájaros;
me
pregunto si valió la pena tanta espera,
si
el paisaje a pesar de todo
es
posible con los ojos ciegos,
si
la negación es parte de los aserraderos,
dolido
en la butaca mientras pienso en cada uno de los absurdos:
la
inclemencia sobre la mesa,
el
pelo desteñido de la historia,
el
silencio obligado,
impetuoso
en medio del hollín del tabanco
sin
que los geranios del traspatio me tiren monedas,
el
olor del desenfreno diluido en los andamios de la saliva.
Debo
suponer que no es suficiente el delirio,
ni
tener los dientes largos de lobo,
ni
buenos pedernales de próstata,
ni
apetitos indoblegables,
por
el promontorio de asedios, pesadumbres, dolores,
erratas
de equilibrista de crepúsculos:
—de
pronto, todo fastidia. (Mueca
el sexo vendado
de los embudos, la sospecha.)
La
paciencia cansa en todas sus pluralidades,
aunque
uno aprenda a levitar;
cansa
ese invierno lento de latidos y la mordida en los párpados,
cuando
uno se hunde
a
medida suben las aguas y rebasan el cuello;
cansa
la pelambre de los chiriviscos en la cara,
el
código del devenir
mientras
las hormigas alteran techo y aldabas,
la
órbita de la esperanza, en fin,
la
casa indescriptible del aliento y su rama de caldera.
Por
eso, he empezado a olvidar nombres:
todos
aquellos que me horadaron,
los
que me hundieron de bruces en el pavimento;
los
que me miraron con insolencia y desdén,
dañinos
a mi condición de eremita.
Ahora
con precisión de francotirador,
aviento
al brasero
de
lo devastado toda la paciencia que tuve.
Toda
la bisutería circense en mis costados.
Barataria,
2013
Del libro
“CUERVO IMPOSIBLE”, 2013(inédito). 138 pp
© André
Cruchaga
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