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PECES CIEGOS
La inexistencia es hueca
como las máscaras y su visión es
lívida, pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias
los ojos que vieron la inexistencia.
lívida, pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias
los ojos que vieron la inexistencia.
Antonio Gamoneda
Gastadas
corrientes de la zarza
sobre
el pez antiguo del balcón.
Venimos
de rostros gastados por gotas de tiempo,
Instantánea
espuma en los ojos,
líquidos
espejos deshabilitados sobre adoquines.
Amanecemos
vencidos por bocas oscuras.
En
las manos, la bacinica de la niebla hasta las rodillas,
hace
del juego pulmones sacudidos,
chorritos
de sol, pedazos de sonrisas reales,
ventisca
de ojos fallidos,
relojes
de polvo mordiendo los poros,
desfile
de musgos compungidos, ancianos ya sin ciudadanía,
pequeños
lavatorios para el llanto oportuno,
mordiscos
de vitrinas como anzuelos domésticos,
monotonías
de la boca
colgando
del ciempiés del sueño.
En
las tumbas callosas de la labranza, las torpezas a la vista,
el
surco de la sangre anegado de tierra,
ecos
de la ventana sobre el plato íntimo de la sábana.
En
esencia, la luz hermética y de rodillas.
Las
hormigas trasegadas en sal,
los
platos rotos del amor benigno.
La
mendicidad a la orden de todos los días.
Nos
guarecemos en el balcón de la espina;
somos
el granero de su recuerdo,
el
aún zapato sobre el adoquín.
La
ropa colgada de la alambrada,
la
conciencia trabajada en cada página irremediable.
Me
aferro a esta doctrina de símbolos.
(Como un pez ciego improbable de
escalofríos.)
—Árboles
bajo la nube de la promiscuidad,
amorosas
lágrimas de la sobrevivencia,
empapadas
de yerba glacial, calles de cercanos
carbones
a punto de colapsar en la boca,
a
punto de morder los calcetines,
y
olvidar la risa en el agua ciega de los días finales.
Desde
luego no es fácil contener la risa en la concavidad
de
las manos, en el dedo gordo de la tierra,
en
la llovizna del grito acostumbrada al miedo intemporal
de
los guacales respirados por el frío.
Desde
luego la ubre de la noche
abre
su moho de rosa olvidada en algún rincón de sí misma.
Agoniza
la ventana de las luciérnagas
frente
al extraño apetito de la boca,
frente
al punzón inerte de la siesta,
frente
al violín de la misa. Y su severo desaliento.
Siento
que los párpados como quemaduras del agua,
arrasan
con las paredes hasta sólo quedar el luto.
Hasta
solo la respiración maloliente de las idolatrías.
De
pronto, también, ya nada es posible en la memoria:
cada
calle tiende telarañas,
amaneceres
descalzos en el sombrero,
hambres
que los pétalos no entienden,
bejucos
de ciego sabor, batallas perdidas por la sangre.
Desde
los cuatro costados, la sal en las costillas,
las
verdades a medias de las cartas,
húmedas
de herrumbre.
Al
final, los peces mueren enredados en la corriente,
en
los simbolismos indecibles de las espuelas y las ganzúas.
Barataria, 16.IX.2010
Del libro “TRAGALUZ”, 2010 (Inédito) 160 pp
© André Cruchaga
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