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OFICIO DE LA TINTA
Entendí entonces que siempre es la palabra
quien aprieta el gatillo,
armada de miedos y tormentas,…
Marian Raméntol
En
el firmamento de los sonambulismos,
el
oficio de la tinta apacienta el palpitar
desbordado
del horizonte;
forma
la corporeidad de las palabras,
acorde
al silabeo de la respiración,
sobre
la alberca de la página, la piel de la metáfora,
el
océano del tacto en la vendimia del pecho.
Debato
desvestido con las alegorías,
los
años balbucientes de parábolas;
camino
tocando el balcón perseverante de las palabras,
cuento
las puertas alrededor del frío,
la
sábana del pájaro
que
gotea entre la foja incendiada de la sangre,
entre
lo exhausto que significa sostener el vértigo
de
la trementina en el suburbio del tiempo.
En
el taller del poeta, la bellota del diccionario,
los
pulsos de tantos libros,
los
punzones de las sombras sobre los párpados:
en
cada letra voy adivinando o mejor dicho,
poniendo
en la alacena de la memoria,
ciertas
reminiscencias, quizá para acortar la distancia
entre
el humo y la niebla,
entre
los pretéritos y los ahora galopantes,
entre
el ojo humano y el ojo de agua de los espejismos,
el
pensamiento y el desvelo,
el
despunte de la tormenta. O del viento remoto.
En
la carpintería del alfabeto, la garlopa de la pluma,
la
cinta métrica del aliento,
el
serrucho del jadeo entregado al vértigo del poema.
Entiendo
al poeta confinado en el folio de sus palabras,
—fácil
o difícil—, la luz tanteando la sartén de la aurora,
el
albor en el yeso del papel,
el
molino de la artillerías con su propio fuego.
Cada
mañana el poeta esparce los insomnios en el sudor,
unge
los materiales del cuerpo, acomete contra el tedio,
comparece
ante las asimetrías del galope:
nacen
barcos en el mundo despoblado de la respiración,
desecha
la zozobra que produce la melancolía,
deja
que el trapiche se llene de palpitaciones
y
las luciérnagas crucen el umbral, sin herrumbre,
dando
paso al aire necesario.
Mientras
en el exterior sólo hay ventanas borrosas
y
rapiña y patraña;
en
el cuaderno va quedando aquélla lámpara,
—el
fuego de cipreses que luego se volvió jardín,
el
milagro de la tinta, sobre el vitral del horizonte,
veleros
en el puño de la claridad,
bolsillos
de ardientes ojos.
Ahora,
en el taller del poeta, el oficio de la tinta,
esparce
la sábana del tejado,
mientras
el barro de la almohada quema los labios,
el
balcón del sobresalto,
los
andenes y escaleras de la memoria.
Y
luego, cuando entra de nuevo a la noche,
también
despide las muecas acerbas,
olvida
los meses de combate:
nace
el poema de las manos;
y,
en ese oleaje consumado, el pan compartido,
el
panal íntimo del espejo, la piel de la poesía…
Barataria,
Del libro “A MANERA DE POSDATA”, 2011 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
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