lunes, 25 de diciembre de 2017

NACIMIENTO DE LOS OJOS

Imagen: Pinterest





NACIMIENTO DE LOS OJOS





Fue ya en la vida que el ojo avizoró el tiempo.
Fue en el instante en que la búsqueda se hizo necesaria.
La ventana solo ha sido la herida en la pupila.
(El espacio sin bisagras para darle vida a mis ojos.)
Del pecho a las rodillas
el espesor de las navajas, el silencio abierto al frío.
La vida se me volvió un Lázaro en la almohada después
de caminar oscuridades y reinventar las lejanías.
Aquel día, entre sombras inevitables, me nació el día.
Me nació la desnudez, el frío secular de los espejos.
En los ojos hubo mar y espuma y barcos y trenes y caballos.
Mi sombra desde el subsuelo a las páginas del viento.
En la conciencia, la soledad con su multiplicidad de silencios.
Los días impares de los litorales,
los amantes lamiendo caracoles atrapados por sus manos,
el tiempo con sus párpados inermes.

Un día me nacieron los ojos:
hasta entonces pude ver el pabilo tosco del candil,
el kerosene ahumando el tabanco,
el azúcar de los colores,
la respiración a través del tacto de la lengua.
Pude ver entonces las sábanas derramadas en el suelo.
Pude ver entonces la vena rota de las pulgas
y el perro lento de la sarna,
con sus pies mordiendo las piedras.
Pude ver la balbuciente luz de los niños,
Vivir el deletreo de la madre acongojada
Al séptimo día sonó la carne sus aguas corporales.
El río ceñido a los zapatos,
la tierra adentro como una alfombra de manos.

—Al séptimo día, vos con tu piel perfumada:
lugar donde el sol hunde
sus dedos; vela domiciliar de mis anhelos.
Baúl donde el instinto desnuda sus páginas.
Rama opulenta de mi tránsito,
a veces confundida como un transeúnte
en las esquinas del asfalto de una ciudad desconocida.
Al séptimo día se hicieron visibles los colores sobre el tejado:
el musgo bajó hasta las rodillas como un caballo
de relojes presurosos,
como una cebolla con rodajas de caricias,
como un molde hecho para mi cuerpo,
como un libro de miel ensimismado.

Abriendo la puerta me nacieron los ojos. Y la desnudez
del cuerpo y la alegría y la sombra de luz
de la voz y la tierra. Y el latido de la palabra.

Me nació el ala y el sobresalto. El arcoíris tuyo en cuerpo entero.
(Tus pechos tan íntimos y vívidos, severos en su fragancia.)

Todo ello contrasta con la lengua gris de los tranvías,
con el paisaje detenido en los tapiales, con ese muro último,
separando la mesa de los manteles.

Ahora veo la forma de las raíces del árbol:
los peces sueltos subiendo al pecho de los designios,
el aliento habitado por el infinito.
Las palabras como el murmullo de un río cercano.

Luego he tenido que temblar frente a tanto torbellino.

Barataria, 05.X.2010
Del libro “TRAGALUZ”, 2010 (Inédito) 160 pp
© André Cruchaga

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