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NACIMIENTO DE LOS OJOS
Fue
ya en la vida que el ojo avizoró el tiempo.
Fue
en el instante en que la búsqueda se hizo necesaria.
La
ventana solo ha sido la herida en la pupila.
(El espacio sin bisagras para darle
vida a mis ojos.)
Del
pecho a las rodillas
el
espesor de las navajas, el silencio abierto al frío.
La
vida se me volvió un Lázaro en la almohada después
de
caminar oscuridades y reinventar las lejanías.
Aquel
día, entre sombras inevitables, me nació el día.
Me
nació la desnudez, el frío secular de los espejos.
En
los ojos hubo mar y espuma y barcos y trenes y caballos.
Mi
sombra desde el subsuelo a las páginas del viento.
En
la conciencia, la soledad con su multiplicidad de silencios.
Los
días impares de los litorales,
los
amantes lamiendo caracoles atrapados por sus manos,
el
tiempo con sus párpados inermes.
Un
día me nacieron los ojos:
hasta
entonces pude ver el pabilo tosco del candil,
el
kerosene ahumando el tabanco,
el
azúcar de los colores,
la
respiración a través del tacto de la lengua.
Pude
ver entonces las sábanas derramadas en el suelo.
Pude
ver entonces la vena rota de las pulgas
y
el perro lento de la sarna,
con
sus pies mordiendo las piedras.
Pude
ver la balbuciente luz de los niños,
Vivir
el deletreo de la madre acongojada
Al
séptimo día sonó la carne sus aguas corporales.
El
río ceñido a los zapatos,
la
tierra adentro como una alfombra de manos.
—Al
séptimo día, vos con tu piel perfumada:
lugar
donde el sol hunde
sus
dedos; vela domiciliar de mis anhelos.
Baúl
donde el instinto desnuda sus páginas.
Rama
opulenta de mi tránsito,
a
veces confundida como un transeúnte
en
las esquinas del asfalto de una ciudad desconocida.
Al
séptimo día se hicieron visibles los colores sobre el tejado:
el
musgo bajó hasta las rodillas como un caballo
de
relojes presurosos,
como
una cebolla con rodajas de caricias,
como
un molde hecho para mi cuerpo,
como
un libro de miel ensimismado.
Abriendo
la puerta me nacieron los ojos. Y la desnudez
del
cuerpo y la alegría y la sombra de luz
de
la voz y la tierra. Y el latido de la palabra.
Me
nació el ala y el sobresalto. El arcoíris tuyo en cuerpo entero.
(Tus pechos tan íntimos y vívidos,
severos en su fragancia.)
Todo
ello contrasta con la lengua gris de los tranvías,
con
el paisaje detenido en los tapiales, con ese muro último,
separando
la mesa de los manteles.
Ahora
veo la forma de las raíces del árbol:
los
peces sueltos subiendo al pecho de los designios,
el
aliento habitado por el infinito.
Las
palabras como el murmullo de un río cercano.
Luego
he tenido que temblar frente a tanto torbellino.
Barataria,
05.X.2010
Del
libro “TRAGALUZ”, 2010 (Inédito) 160 pp
©
André Cruchaga
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