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PÁRAMO PERENNE
A medida que nos aproximamos
las piedras se van dando mejor.
las piedras se van dando mejor.
Oliverio Girondo
Cruzamos
cada instante entre los vilanos del polvo,
entre
faenas inciertas de granito:
nos
mueven los taburetes,
el
ojo disperso de las bridas,
la
correa de sal en los poros, los fósforos del ocote
en
su constante horizonte de olfatos.
He
aprendido que nada es perdurable y que no hay alacenas,
sino
momentáneos arco iris en el sueño,
diluvio
de olvidos y escorias en cada pedazo de calendario:
—anhelo
una puerta con panes o tortillas para esta hambre.
(Así lo dejo escrito en el tren de mi
sed.)
La
falsa luz de los buenos no tiene domingos,
ni
hora para abrir el libro de los cementerios.
Para
la memoria, lo mismo da la vida o la muerte,
la
piedra, el ojo ciego de las fragancias en la aurora.
Ahora
es menester vaciar los ojos en cada ahogo:
dejar
el alma al punto de los ayes,
adentro
del acordeón de la risa plagada de esquizofrenia.
Ahora
estamos en el perenne páramo de la ceniza,
muriendo
de recuerdos,
mordiendo
las grandes fotografías de lo inefable,
mirando
los sombreros apretados de la flama:
el
día nos llena de labios deshechos,
rostros
que el olvido hala
como
una piscucha hacia el tobogán de la oscuridad.
Nada
nos sostiene, ni siquiera el horcón de fondo de los bejucos;
caminamos
en el desvelo de los ojos,
con
la brida del sollozo en las manos,
con
tantos días sin amaneceres,
con
el hollín debajo de las axilas,
solitarios
alrededor del poyetón improvisado de la vida.
(Vamos y venimos, ahí el pozo que nos
desvanece;
los mordiscos de la prisa, como
espectros cuesta abajo de la risa;
hablamos en medio del humo de las
luciérnagas:
cada vez la posibilidad de salir a
flote es remota,
cada vez el hálito se vuelve
irreparable,
cada vez la respiración pierde sus
pétalos.
Entramos a ese hangar de los
invernaderos:
vos, yo, entumecidos en el corredor
solar de la ceniza,
en el cactus de los espejos,
en el susurro oscuro del césped.
Cada vez nos volvemos la misma
historia sin nuevos parlamentos:
morimos cansados de morir en la
oscuridad aviesa del fragor;
sobre la espalda, los escarabajos,
no la alforja de la Esperanza,
ni el invierno de metal de las
campanas.
Sólo hemos aprendido a sobrevivir,
a sobrellevar la obediencia de las
escaleras
para subir o bajar el
zumo del calendario.
Hacia la noche, los nombres no
santificados, el camino,
la mejilla rota en las manos,
y la carcoma de los días felices.)
Así
he descubierto en vacío de las bisuterías
y
las tantas sombras que flotan en el roto instante del sueño.
Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga
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