Fotografía de William Summers (Pinterest)
FRAGANCIA DURADERA
llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
con su color de abrigo de entretiempo
Jaime Gil de Biedma
Todos
emigramos obsesionados hacia el muérdago
del
calendario y su engendro de anegado cierzo.
La
avidez resulta un comensal exigente,
cuando
la suave hondura
de
la inmensidad, inagotable, nos asiste en la fragancia
secular
de los espejos y el aliento.
El
pétalo rojo sube a la brisa del pájaro, cárdena la ventisca
acrecentada
en la boca,
el
alto árbol de la luz sobre la frente.
Hoy,
la sequedad no tiene cabida en medio de las sábanas:
la
voz no tiene duelos, ni las lámparas de oscuridad.
(Solo tu cuerpo amado hasta la
saciedad, sin límites.)
Levanto
el vuelo con el volumen de los párpados,
escribo
sobre el hondo acantilado del árbol enfurecido,
busco
los rieles de los muslos, el ojo en el tránsito:
separo
los epitafios del aserrín de las entrañas
y
dejo que los ríos transcurran con su estrella ceñida a las sienes.
Cuando
el ahogo del reloj zumba en los eructos,
todo
el universo alado se prende de la boca:
(vos, sin duda, aferrada al rojo de
los sombreros,
al acto azul del degüello orgásmico,
al paraguas engendrado
con paciencia en la alacena de los
jardines.
Vos y sólo vos, piel con todas las
esferas del estruendo,
con el subibaja precipitado del
embeleso,
entre el azúcar del sueño y las
extensiones de sudor del sexo.)
Se
me antoja hundirme en mis propios olvidos:
encerrar
el País de tu piel,
guardar
en una alacena las caricias para los días de hambre,
—transcurrir,
luego, en los aleros, en el tren del polen,
en
el perejil de la sobrevivencia,
en
la acequia del embeleso,
en
la efemérides ilimitada de las colmenas,
en
fin, en este aire envejecido de mi propia angustia.
—Hoy,
frente a la ruina y el miedo consuetudinario,
dispongo
de la complicidad del buen aliento:
la
sábana abarca las dos sombras de la noche,
envuelve
el tropel del frío:
los
muslos ascendentes y confesos de la resurrección.
Está,
pues, hecho el sueño. Hecha la tormenta y el estallido.
El
cataclismo es un juego de poros;
nace
el trote en las ventanas, (la
longitud de la lluvia),
la
cabalgadura del arcoíris en las consonantes,
la
mesa obediente de la risa.
Todo
se hace cierzo: juego de humedad en la sangre;
obsesa
confidencia, historia erguida en la victoria.
Al
final, siempre gana el folio del sol con su ardimiento,
el
agua descalza en la liturgia de saber que la vida
es
ir reescribiendo
el
candil de las luciérnagas en el tórax.
—Desde
el principio supe que la ráfaga es el cuaderno abierto
del
karma. (Nadie muda los días almidonados e impasibles.)
Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga
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