Fotografía: Pinterest
INTENSIDAD DE LA SED
A
menudo me son inasibles los caracoles en la boca.
El
asfalto que deshace mis zapatos en su memoria de infancia,
las
aldabas de las puertas en las manos.
A
menudo la noche me posterga en las siluetas de los trenes.
El
desvelo ahoga las páginas de la habitación del frío,
la
terquedad de ciertos nombres,
el
galope de la piel golpeando las paredes del infinito.
Las
pupilas rompen el parpadeo de las nubes.
Desciendo
a la fosa de los sudarios, con mi garganta que solo
conoce
de muertos y ceños de fruncida perversión.
Para
mitigar la sed recurro al olvido de la almohada,
y
a aquel peñasco de escrituras en la noche. Recurro a la buena
suerte
de las barajas, al agua curable del tedio,
al
idioma de los andenes,
a
los juguetes que me ofrecen los naufragios.
(Río con cierto escepticismo de perro
callejero;
río del silencio de los zaguanes y su
grito de recuerdos
y de la orfandad de los harapos, río
con los ojos del ocaso.)
Me
deprime implorarle al polvo humedad en los caminos.
Seguramente
habrá días mejores para las luciérnagas,
para
quitarse los miedos, y colgar el fango en los tendederos.
De
seguro la llovizna de los deseos no es aviesa:
más
allá de la somnolencia, oscila el viento en su propio laberinto.
A
menudo prefiero descender a los infiernos y temblar de frío,
taparme
los oídos, dejar que madure el universo,
caminar
a través de la rajadura del trasluz,
contaminar
mi equipaje de escalofríos,
lamer
la resina de las líneas férreas, contemplar el disfraz de siempre
de
las bestias o tocar el arpa de los fantasmas
desde
mi propio naufragio.
Lo
cierto es que nada es cierto: uno tiene que inventar,
en
cierto modo, las caricias, ser feliz en medio de plegarias,
esconder
las entrañas raídas de cualquier reminiscencia,
devorar
las sábanas, página tras página, hasta subvertir la sed,
la
respiración a costa de salvar ciertas palabras,
volver
a la cordura del íntimo descenso,
o
simplemente reírle al verdugo con el arco iris en la mano.
Este
mundo incuba todos los miedos y el caos:
hay
calles de niebla y bufones,
de
agonías perpetuas: espacios sólo posibles a la noche.
El
peligro nos devasta, trepa en las noches, sube las escaleras
de
la mañana, hunde los días con su vértigo.
No
sé el fin de esta intensidad comiéndose mi boca.
—No
sé cuál es el límite
de
los rastrojos en las pupilas,
el
hilo sordo de las sombras, los dientes desplegados en las enredaderas,
el
pan duro de los pájaros, la sangre ascendiendo al pecho.
No
sé cómo serán los días futuros, aunque, amén de la muerte,
la
sed de la noche goza en su abrazadora purulencia.
Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga
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