Imagen: Pinterest
OFICIO DE LA EXTRAÑEZA
Después
de la desnudez quedan las palabras y las postales.
La
historia que transcurre de la puerta a la cama,
el
paisaje vivido, —reducido a la memoria, la escalera de los recuerdos.
Hay
instantes de bienaventuranza para respirar la luz del amanecer.
Cada
día, sitiados por la hoguera, hacemos el fuego:
nos
gozamos, palpitamos y frotando las manos como un haz de orégano.
El
mayor oficio de la extrañeza es escribir en tu ombligo palabras
no
dichas. Palabras, —digamos—,
que
nos advierten umbrales.
Ante
el frío, busco el libro de las sábanas.
Cuando
deseo escribir un poema, me siento a mirar fijamente
el
horizonte, la tierra que despierta en la luz,
—el
principio de la idea está en la desnudez del verde.
A
menudo el silencio se vuelve necesario, e incluso abierto
equilibrio
en la doble agua del espejo que nos mira.
Cuando
hay neblina, el cielo baja a las calles a realizar sus quehaceres
de
transeúnte doméstico. Es un juego insospechado de oruga.
Dos
cuerpos desnudos constituyen una sombra obstinada:
Sombra
de un jardín inefable, alcoba abierta a lo derramado.
Escribir
un poema siempre es una forma de morir:
cada
palabra nos libera de los desgarramientos
y
de las asas rotas de los significados.
Cuando
dos almas se miran, es una sola lágrima de azúcar
la
que brota de todo el firmamento profundo del cuerpo.
No
hay nada más frágil que el vilano del arcoíris en los ojos
de
la espera, en ese otro mar que la piel transpira en sal.
Digamos
que la respiración es el aleteo supremo de la vida.
Digamos
que nuestro oficio está hecho de miel y fuego.
Cuando
llega el crepúsculo a mis manos, impera la tinta blanca
de
la luz con todos sus pájaros de amorosa caligrafía.
Cuando
los zapatos se cansan de caminar, pongo a descansar
mis
calcetines: lo benigno siempre es leve.
Lo
benigno es inamovible.
Por
más que la tormenta arrecie en las sienes,
la
audacia es herramienta infalible.
No
hay puño que derribe las palabras, ni saña que arrase
el
buen pensar y sentir.
(Ah, pero cuando te presiento, me es
suficiente el olfato;
entran por la ventana los alelíes;
en las pupilas, las olas de la
respiración.
La alegría de las puertas acumuladas,
abre la madera y empieza
la fuerza de la ráfaga a subir la
escalera del bosque.
Cuando estás, estamos, en ese
extrañamiento del estertor:
el murmullo siempre es tarea difícil
de ocultar,
cuando color y luz empiezan a cambiar
de lenguaje.
Cuando estás, estamos, paladeando el
obsceno laberinto del sendero.
Cuando estás, estamos, visibles,
irreconocibles:
es el ejercicio de libertad
decantando,
indispensable frente a la noche que
madura en las bocas.)
Huimos
con el aliento desabrochado de la fuga: es siempre claro,
este
oficio de desfallecer en la herida.
Del libro “HUÉSPED DE LA FUGA”, 2010 (Inédito) 150 pp
© André Cruchaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario