Fotografía: Pinterest
MADERA
De eternidad, sedientos, siempre vamos.
Obcecados vivimos y creemos.
Muere la fe al instante en que morimos…
Francisco Andrés Escobar
Carne
yerta en la cicatriz de mis fantasías: ahora no es verde
la
sombra, sino sepia, —hecha también,
para
el luto sin tregua, monótonos comejenes
en
la indiferencia del sueño.
Algún
pensamiento queda en las astillas,
el
tiempo del cuerpo y la brisa leve,
la
sábana hirsuta en el cuerpo, la vereda sin copos ni piyama,
el
frío de la luna que baja, como un tafetán negro.
Hacia
adentro, las puertas pierden su propio alfabeto:
los
pies sumergidos en la polilla,
el
grafiti como telón de maleza, la rama oscura de las lámparas
o
los cirios en derruidos candelabros.
no
veo por ningún lado el sendero de los sueños,
sino
las variaciones oscuras de la hojarasca,
en
medio de tanto sigilo.
(Desde
siempre aprendí en el rocío del bosque, el amanecer íntimo
de
la llama, gocé ciertas sustancias indelebles;
ahora
es la pesadez rota de la madera, sosteniendo la casa del pecho
sin
horcones, sin costaneras ni cuartones,
sin
el tapiz de los meses en el mimbre.)
El
tiempo termina confundiendo cualquier señal de certidumbre:
no
es el pétalo, sino la madera orillada de la vigilia,
la
garlopa tenaz que va irrumpiendo en la superficie como una lengua
de
singular maquinación.
Hay
fiebres en el aliento de las horas: en la cáscara infame
de
los báculos, en el rechinar continuo de las ramas de la historia;
la
piedra obceca las raíces de los labios
en
su franquicia de dados,
confines
de la materia angular de los poros.
La
sed es la verdad absoluta para los descalzos: los monumentos
a
la saliva, —intentamos subir a través de la escalera del guarumo,
las
grandes noches cerradas de ceguera;
mordemos
la carne del País a través de la sospecha:
esquirlas
en la fisura del tiempo, corvos de ferocidad,
aserraderos
incubados como albergues de la noche,
panaderías
del grito, verjas de súbitos destellos.
Nos
envisten las pulsaciones, ahí donde los sentidos
se
bañan en salmuera, ahí donde la sonrisa se desdice en medio
de
la arboleda derribada: la misma leche vestida de noche.
En
la muerte crepita la madera su último vaho.
No
hay ninguna previsión que nos conforte llegada la hora.
(Sólo
quedan los vestigios en el sobresalto, en aquella mariposa de polvo
que
se descuelga de la garganta. Tal como el fuego, las inclemencias
en
su agonía de desnudez. Los techos derruidos del tiempo.)
Del
libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
©
André Cruchaga
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