Fotografía
cogida de Pinterest
BRASA
Es sobre todos los goces
de la tierra
y sobre todos los
deleites
y sobre todo los
contentos.
Santa Teresa de Jesús
Quemo mis manos y mis brazos en el
braserillo del incienso, ciego afán de mi conciencia presa de pálpitos: como un
monaguillo esparzo las sombras enlazadas a la providencia de redimir mi ánimo
en letanías. En ardimientos extasiados. En rezos de inmemorial escritura, pues
dicho está que hay que dispersar los sueños, y a cambio, la respiración de los
papiros, de la más alta liturgia del espejo, del más alto aroma del respiro.
Quemo mis manos como lo hace el abad con su devoción de vigía, salmos y
evangelios aquí, en el retablo del pecho, aprendiendo un destino diferente en
el sahumerio de la alianza, sumido con gozo en el jardín de las palpitaciones,
ardido en la recurrencia de la transpiración, después de trascender en el
desvelo de la noche que incendió mis balsas, de la brasa que nunca me convirtió
en escombro, sino que me elevó a la alacena del tiempo infinito, no ese
que desgasta como un océano la tentación de la lluvia. Aunque fui pájaro
buscando nido, encontré en mi propio subconsciente, la semilla del guiso, la
estrella primordial de la leche en el regazo de los lirios, blancos lirios de
luna y alacena, de solar crisálida. Digo, ahora, que el embrujo me viene de
lavar los pies en el horno de la Gracia, consagrado a la espiga que sostiene el
arcano; digo, además, que no en vano, he cruzado la noche del día, la zanja de
fluir en el agua, la sal de los barcos crepusculares, la agonía que en un
instante parecía hogaza en el desván de mis ojos, en el muro del lamento de la
batalla emprendida, mendrugo de alas en mi balbuceo. He caminado sobre el
alfabeto más inhóspito de la hojarasca, —y vos, sueño, ¿dónde estabas entonces?
¿En qué ordeño, conjuro y cocina? ¿En qué mar sin mirra de jardinera? ¿En qué
destello te hiciste leña para la fragua? ¿En qué poyetón se volvió parábola la
hostia y el pinar en trino? Quemo mis manos. Las he quemado. Ha ardido,
también, el entrecejo en la ceniza; y ya habiendo respirado los ecos de lo
ilegible, emprendo de nuevo la lectura de la miel, el aroma y el aceite. La
estufa, entonces, es un arca sin pañuelos, donde los días oscuros se vuelven
incienso y harina para la normal comida del adviento. Quemo mis manos. Ya las
he quemado: ahora es nuevo el imaginario que las puertas me proveen. Nueva la
palabra aunque haya estado en la bruma más antigua. El tiempo enfunda su
pasado. Sobre todo el contento de los brazos, la voluntad de quemarme las
pupilas y de atardecer en el rincón de mi aliento.
Del
libro “MOTEL”, 2012 (Inédito)
©
André Cruchaga
Fotografía
cogida de Pinterest
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