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HOJA NOCTURNA
me busco en los oscuros acordes
de profundos despertares
en orillas densas de cielo.
de profundos despertares
en orillas densas de cielo.
Salvatore Quasimodo
Ahora es al
tacto, lo que el asombro a los ojos.
Dudas en la intimidad de la noche,
calles al amparo de la incertidumbre. Aquí la hoja de ruta del destino,
la torpeza de las sombras alrededor de mi sombra. Mordemos el bozal del suspiro
a quemarropa de la espera del hilván, el pespunte de las lápidas como una
sastrería de fiebre, vertiginosa —penumbra cayendo en el tórax de los días
amargos. Hay ásperos sudores desbordados en los peldaños de la escalera cuya
dimensión impone aguas de torneados escalpelos, delirio de esquinas y tiempo,
sinuosos bosques de ausencia, y más, bocas como tiestos quebrados, oscuros
collares de saliva, por donde la materia repite su propia fuga. Sobre la
piedra, el ansia curva del aliento; las semillas de la conciencia buscando su
infinito, los desorbitados terrones del alba, la herrumbre ahogada en las
recetas, la puerta masticada de las pesadillas a media asta de las aletas de
los peces. Hay hojas como espuma que el viento sacude sin ningún reparo,
intemperies desdibujadas al punto de parecer losas indelebles, agujas ciegas en
el polen fecundado de la roca efervescente del acantilado; de pronto, brazos
que nunca germinaron en tierra alguna, sino en la breña torcida del aire, en
los sueños ensimismados de la fiebre, en la cerradura enmudecida de alguna
armónica, quizá en la disonancia de la caligrafía posesa de puñales. Pienso en
la medianoche de los ojos del náufrago: el horizonte oscuro, lento del sollozo,
los ecos de sal como un arado en los poros, la piedra de la muerte haciendo
densos los dedos, masticando la sangre hasta el desenlace fatal. También el
fuego, sin rescoldos, devora inexorablemente, los jardines del ardor. El
suspiro responde al silencio, hay flechas y dardos en el camino, y ojos
vaciados por el tiempo. Desde siempre
veo sólo la imagen de la ceniza a deshoras de la luz, el rompecabezas de la
noche en la alacena del miedo; claro que sobrevivo a los eclipses, aunque el
abismo esté allí como un candil imprescindible para atisbar los círculos, o el
planisferio ahogado en mi boca. Ahora, en lo angosto de los amarillos, llueve
más en los párpados que en ningún otro sitio: me ahogo en el cenicero junto a
las colillas, en el tintero sin reposo de la vida, en la mirada oscura que
emerge de la almohada, en la vieja casa del grito, pájaro ciego el reloj del
espejismo, trasluz de cuerpos soterrados, distintos a la mesa donde juegan los
niños a los ojos y las crayolas. A merced de los zaguanes, dejo que todo llegue
a su propia nocturnidad: la sed, la voz en silencio, el filo desbocado de los
grillos, la palabra seca en el peldaño de la lengua, sin renunciar a sus
ocultos fuegos, sin dejar de ser sombra en la hoja de la noche…
Del libro
“MOTEL”, 2012 (Inédito) 170 pp
© André
Cruchaga
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