Fotografía: Pinterest
CUADERNO CON GAVIOTAS
hacia la honda cuna del
ritmo tú me llamas
trayéndome la concha de la profundidad.
trayéndome la concha de la profundidad.
Carlos Edmundo de Ory
Siempre lo supe después de tantas
noches de mar, de constelaciones y jardines: uno se pierde en el azogue salado
de las alas; creí en las noches diferentes, sucesivas del trompo rodando en
círculos simétricos, en la luz levantada desde los ojos, pero fue engañoso el
vuelo, cuando acariciaba el interior de los recuerdos, sentado en el muelle del
sueño y la esperanza: todo es fuga en vuelo, luz derramada sobre las sienes;
cierto es que torturan estos días inciertos, hay un destino que nos gasta
innecesariamente, los ojos de la sal en el yagual de la espuma, el beso ronco
del sollozo, el odio que brota de tanta monotonía en el espejo. Pasé años
caminando en el litoral del fuego, pensé en la llamada “Primavera árabe”
perpetua y guardé silencio: sí, en los párpados puede leerse aquel poema
escrito a la noche, la propia aldaba cerrada de los latidos, al vilano colgado
de las sombras del viento, a ritmo crepuscular si se quiere, tierra en la
agonía del ojo. Durante días he leído el mismo poema del mar: la labor de las
gaviotas al unísono, toda la alucinación que me produce el pálpito: (en el
sostén contuve todas mis ansias, la labor de plantar árboles y pájaros,
trabajar en las ramas del pecho; durante largas noches, advertí la oscuridad
postrera del calendario, la harina de los latidos sin ganar la luz. ¿Lo
recuerdas? El ojo quemándonos entre los brazos, el olor dulce de tus poros, el
mundo extendido en el cuaderno de las bocas. Y sin embargo estuvimos ciegos, al
punto de no podernos vivir más.) Cada vez el tiempo hace estragos en los
féretros, en cada ala o espiga que ganamos o perdimos, en ese ritmo arqueado
del arcoíris, en el silencio que le sucede a las estribaciones. Tanto puede la
noche que nos volvió materia oscura; tanto puede la niebla que jamás nuestros ojos
se aclararon en la hornilla: confundimos los grises de la neblina con el humo
del tabanco, entre poema y luz, la agonía, estos brazos encallados en la
herida, el pétalo descendiendo a la precariedad de las cosas: después un siglo
sin purificar el cierzo, el seno derretido o apagado, el reloj sordo que
bebimos en el cruce de los caminos, días jadeantes de follaje, dejados al
pálpito subterráneo del augurio. Altas campanadas de estío poblando el polvo y
la cruz, son el convento para nuestras llagas; en la lágrima de los peces, hay
un aleteo de tormentas, negros vitrales como una lista de espera en los
embarcaderos, anillos de aullidos y graznidos, gotas de silenciosas fosas (calladas
almas de antiguas palabras), caminos que pertenecen a los alquimistas pero
no a nosotros: hijos de la piedra y de torpes gargantas. Noches moribundas del
primer estallido de la tierra. Ahora tengo sueño. Las redes de la noche son un
destino, acaso el mío, después de aquel destino de besos.
Del libro “MOTEL”, 2012 (Inédito)
© André Cruchaga
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