sábado, 11 de noviembre de 2017

CUADERNO CON GAVIOTAS

Fotografía: Pinterest





CUADERNO CON GAVIOTAS




hacia la honda cuna del ritmo tú me llamas
trayéndome la concha de la profundidad.
Carlos Edmundo de Ory




Siempre lo supe después de tantas noches de mar, de constelaciones y jardines: uno se pierde en el azogue salado de las alas; creí en las noches diferentes, sucesivas del trompo rodando en círculos simétricos, en la luz levantada desde los ojos, pero fue engañoso el vuelo, cuando acariciaba el interior de los recuerdos, sentado en el muelle del sueño y la esperanza: todo es fuga en vuelo, luz derramada sobre las sienes; cierto es que torturan estos días inciertos, hay un destino que nos gasta innecesariamente, los ojos de la sal en el yagual de la espuma, el beso ronco del sollozo, el odio que brota de tanta monotonía en el espejo. Pasé años caminando en el litoral del fuego, pensé en la llamada “Primavera árabe” perpetua y guardé silencio: sí, en los párpados puede leerse aquel poema escrito a la noche, la propia aldaba cerrada de los latidos, al vilano colgado de las sombras del viento, a ritmo crepuscular si se quiere, tierra en la agonía del ojo. Durante días he leído el mismo poema del mar: la labor de las gaviotas al unísono, toda la alucinación que me produce el pálpito: (en el sostén contuve todas mis ansias, la labor de plantar árboles y pájaros, trabajar en las ramas del pecho; durante largas noches, advertí la oscuridad postrera del calendario, la harina de los latidos sin ganar la luz. ¿Lo recuerdas? El ojo quemándonos entre los brazos, el olor dulce de tus poros, el mundo extendido en el cuaderno de las bocas. Y sin embargo estuvimos ciegos, al punto de no podernos vivir más.) Cada vez el tiempo hace estragos en los féretros, en cada ala o espiga que ganamos o perdimos, en ese ritmo arqueado del arcoíris, en el silencio que le sucede a las estribaciones. Tanto puede la noche que nos volvió materia oscura; tanto puede la niebla que jamás nuestros ojos se aclararon en la hornilla: confundimos los grises de la neblina con el humo del tabanco, entre poema y luz, la agonía, estos brazos encallados en la herida, el pétalo descendiendo a la precariedad de las cosas: después un siglo sin purificar el cierzo, el seno derretido o apagado, el reloj sordo que bebimos en el cruce de los caminos, días jadeantes de follaje, dejados al pálpito subterráneo del augurio. Altas campanadas de estío poblando el polvo y la cruz, son el convento para nuestras llagas; en la lágrima de los peces, hay un aleteo de tormentas, negros vitrales como una lista de espera en los embarcaderos, anillos de aullidos y graznidos, gotas de silenciosas fosas (calladas almas de antiguas palabras), caminos que pertenecen a los alquimistas pero no a nosotros: hijos de la piedra y de torpes gargantas. Noches moribundas del primer estallido de la tierra. Ahora tengo sueño. Las redes de la noche son un destino, acaso el mío, después de aquel destino de besos.
Del libro “MOTEL”, 2012 (Inédito)
© André Cruchaga

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