Fotografía cogida de Pinterest
HOSPITALIDAD CLANDESTINA
Al
tiempo de la cosecha, la llama ardida de la piel en la sábana, el tiesto de
arcilla, en el jardín que linda con la garganta, ventanas donde respira la roca
del sobresalto, el prisma diluido en el bosque metálico del relámpago. (Delante
del pozo blanco de las orquídeas, la hamaca del alambique junto a los peces de
la brasa como el poema en el arte de la respiración del tren volante del
eclipse, —ay, los muslos al pie de la montaña del deseo, en el puzzle azul de
la gruta con vastos trenes, rieles a la altura de las sienes, armónica de musgo
para el aliento, el esperma seducido por las explosión de la destreza, la
brecha del bosque en la boca cruzando el zigzag de la liebre.) Hace años
que todo el paisaje anida en la piel; perdí las armaduras en la tempestad de la
vigilia: llevo armarios en las costillas; un día podré morir completamente
calcinado, pero quedan en la memoria esas cifras de frío que combatí en la más
adusta piedra, en la ceniza sumergida, ahora, de los mimetismos. Sobre la llama
clavada en la piel, el fuego cernido quemando el arco iris, casi otro invierno
atravesando el sueño, el día completo jugando a lo despiadado, al horizonte con
fondo de espejos, rehaciendo la comida nombrada del relámpago. Estoy,(estamos,
mejor dicho), concentrados hacia el interior de la música; comemos lo
magnánimo del azúcar, no el páramo fatigado de las losas; entramos allí, a la
crispación de las palabras, al desfiladero del aliento, y recordamos el
esplendor de los senderos, la estación del invierno con sus nostalgias, la isla
cedida a la penetración del cuerpo; allí el viento implícito, la piedra
levantada, —el nosotros huracanado de pronto en el murmullo haciendo latir todo
lo interminable: la ráfaga, el viento de la escritura, la puerta que se abre,
cuando el fuego crece. Allí, derretido el nosotros, digámoslo. Sólo, entonces,
la lividez del fermento, la acumulación de hierbabuena, aquel jardín intuido
debajo de los poros, la respiración del estallido, ligera ceniza en el cenicero
de la ventana, la fantasía del agua en la sonrisa, benigna como un hilo de
cierzo junto a la túnica mar que cubre el nosotros. Allí, ambos: frescos
acordeones bebiendo el huracán de la sed, el círculo del zumo de la audacia,
los otros nombres nacidos, incesantes, en el tambor agolpado del invierno. Al
final, otra llama se yergue en el estandarte del desfiladero, otro alud
convertido en cielo: el destino que también está hecho de intempestivas ropas y
de acumulados vértigos. Sueño, vuelto de las quemaduras: es entonces cuando
recupero mi locura. En el rincón duplicado del tórax, lo inexpresable y
múltiple, la segada habitación del Paraíso.
del
libro “MOTEL”, 2012 (Inédito) 170 pp
©
André Cruchaga
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