Imagen cogida de la red
TODAS LAS ASFIXIAS
REPRIMIDAS
Sueño de la siesta: un lento éxodo de nubes bajo el
tejado. Y el instinto
de conservación, mis dedos crispados en una cuerda.
Vacilante, descubierto… Como si ya no hubiera necesidad
de un nombre
para estar perdido. Escucha la luz pacientemente
reunírsele. La luz,
pacientemente, le absuelve.
Tú, inmóvil en el puente de hierro. Mirando otro relato.
Mirando con
mis ojos. Inmóvil. Mirando el tiempo inmóvil.
Me crucé por la calle con la risa de un ciego. Las nubes,
los acantilados,
el mar: apretados contra su pecho. La música comienza en
las ventanas…
…Y retrocediendo sobre el tablero infantil. La ausencia
de sujeto rasga
el sueño de todos. Perder terreno. Cazar un pájaro en
vuelo.
Jacques Dupin
Hay
dolores reverenciables y estremecedores de principio a fin. Dolores como las
circunstancias históricas del tiempo en el ser humano. No siempre la palabra
cubre la ignominia; no siempre la palabra es humanidad plena; no siempre uno
alcanza a desmenuzar el aliento y enrollarlo después en las concavidades
arrebatadoras del grito. Cada descenso constituye una hazaña, cada cueva es un
sopor entre la vegetación de la piel. Sólo toca descreer y arrimar las sombras
a los sombreros; solo queda apoyarse en las mochetas de las ventanas. Los
ahogos vienen drenados por los espejismos y por esas realidades oscuras de los
túneles, los aposentos, la ceniza sobrante de las colillas, los bolsillos
ciegos de la miopía, los rostros amortajados de grises inclinaciones. Procuro
recordar aquellas aceras cercanas a mis sienes, amarillos insectos mordiendo
los calcañales, paraísos disecados o deshechos en el hocico de alguna
alcantarilla. Quiero retornar a mi alma sin los golpes del gusano de la muerte,
allí donde también Dios muere, descalzo y sin abrevaderos. Duele por lo demás
toda la cabalgadura y la temeridad de sentir que Dios es profundo en mis
costillas, que vos, (quien seás), recóndita trepás al árbol y luego bajás en la
soledad petrificada del granito. Yo también desciendo al hirsuto corazón de la
ficción, al bebedero del cuerpo, al lecho donde ahogo mis ojos. “Pasados los
bostezos vienen los horrores irrestañables de la castración. / Llaman las
culpas y los carros fúnebres: uno apoya el desánimo/ en los dedos de la saliva,
en los codos del pulso, en el polvillo / de la temperatura: las alas o el reloj
siempre están en mis desencuentros,/ desperezan los demonios mientras estiro
mis canillas./ En el suburbio de mis calcetines, las roturas todas del
aprendizaje./ Me harto como toda la gente de los ojos, me harto de las
costumbres/ y sus paredes aledañas; el caos no es mi único recuerdo,/ sino el
chillido de los acantilados, las fotografías de familia, el rostro/ que me roba
los suspiros: yo, náufrago con mis juguetes.” Es cuestión de morirme en la
lucidez de los espectros, supongo. Profanar tiene sentido cuando jugamos a los
cementerios, cuando la parodia o la lujuria nos piden el falaz engrudo de la
esperma, los posibles abandonos del poeta, esa jerga penosa de morder los
pezones, bajar a ritmo del odio o de un violín, del bien decir sin fracasar. Escribo
desde el moho de los naufragios: un poema es el arrebato de esas horas, constituye
el paréntesis pornográfico de la memoria, todas las asfixias reprimidas, las
indigestiones que provoca la tristeza. Quizá el poema sea la dignidad
materializa, la máscara con la que se desvelan los amaestramientos, o todas las
deudas que nos deja la orfandad, o toda la alegría suplicante. Frente al poema
desciende el tiempo, es probable que sea la mesa ilusoria, o la radiografía que
patalea en su vergüenza. También allí chamusco mis pálpitos, muero herido de
Dios, muero de furia, muero de vagina y pesadillas, muero de aleteos, muero de
caras, muero de despeinados orgasmos, muero de espinas y muertos, muero de
anulaciones, muero de fuego y luz. El vacío es el último descenso de las
hondonadas. Me seducen los matorrales de saliva y espuma, el cuchillo de los
cuerpos contritos. Debo entender que en el camino fundo abandonos y oscuridades
y rasguños. Nunca sé después qué pasará con el poema. Nunca sé qué utilidad
tiene lo bestialmente amoroso, ni el fondo de mi garganta, ni los sostenes
vinculados a mis obsesiones. Escribir implica alguna especie de corcoveo con
los propios demonios. Ya me he acostumbrado a las huidas, pero también a las
manotadas de ceniza que me deja el firmamento de las palabras. No sólo quemo
aquí todas las sombras, sino también entiendo mis andanzas. Todo el idioma se
convierte en tendedero de carcajadas y martirios. Hagámosle también, un
monumento a la agonía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario