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FIEBRE DEL SUEÑO
El soñador embalsamado en su camisa de fuerza
Rodeado de utensilios efímeros
Figuras que se desvanecen apenas formadas
Su revolución celebra la apoteosis de la vida que declina
La desaparición progresiva de las partes lamidas
La caída de los torrentes en la opacidad de las tumbas
Los sudores y malestares que anuncian el fuego central
Y finalmente el universo con todo su pecho atlético
Necrópolis fluvial
Después del diluvio de los rabdomantes
René Char
En
el oficio de la palabra, a menudo casi todo tiende a ser metáfora. En “Espesura
del ocaso” no sucede lo contrario. El poema se ajusta a tu símil, “como un
bostezo”. Siempre está presente la realidad del país, realidad que para otros
posiblemente no lo sea. Si sé que a
través de la palabra poetizada, se pueden abordar grandes ficciones, la ficción
de la patria, por ejemplo. Es el Vía crucis permanente y sin linternas, el más
sepulcral de los atropellos. Y no siempre se ven. No siempre se leen. A veces
son sólo instantes de tempestad, pero ahí hay gritos y lapidaciones. Sí que las
hay. La opacidad del esplendor nos acompaña, nos alfabetiza el polvo, el hollín
de la historia. Hay menudencias que se tornan negocios de bajas raleas, vallas
publicitarias que ignoro si aguantarán el paso de los años, la saliva de
amarillas linternas, las tenazas para golpear las palabras. En el común de la
hojarasca, hay presencia de sombras, que son las verdaderas sombras del
“bosque” aludido por Perrault, las verdaderas trampas que muerden la boca.
Algunos ríen con generosidad genuflexa; a nadie se le ocurre pensar todos los
combustibles y salvajadas que hay allí, antes y después de tantos sepelios.
Antes y después de anunciar los estornudos, antes y después de empeñar el alma.
Digo que hay un clientelismo en la trastienda de las campanas, de los candiles:
siempre hay una sensación de ahogo cuando la duda o la mentira nos ahogan. “En
el aliento helado de la niebla, las ventanas todavía persiguiéndome:/ la
historia allí, habituada a la barbarie. Y los intrincados brazos/ de las
estatuas. La noche es pétrea en su rodaja de cielo. / Los ojos de las lápidas y
los sarcófagos, murmuran frente al nudo del vaho./ Tal como son las cosas, la
oscuridad es densa en cada ahogo, en el pez / de las manos, en la semilla que da
pie al árbol./ Uno, de a poco, va como el símil que parpadea cuesta abajo,
clamando/ por los recuerdos, o por otros imaginarios./ Ahora están concentradas
en la conciencia todas las dilapidaciones./ Hartas son las palabras oscuras y
cansadas de todos los fantasmas condensados/ en las luciérnagas: duelen los
ojos de tanto expatriarse.” Uno enronquece de arrugas y de adioses. Siempre lo
supe, desde luego. Claro que se vive encadenado sin cadenas, entre sordos
pudiendo oír, sin boca habiendo tantas bocas, sin muertos cuando todos los días
están presentes y nada cambia. Uno vive entre vivos cuando en realidad todos
estamos condenados a la muerte. Uno cree que al amanecer también se
transparentará el espíritu, pero no es cierto. Sucede que uno indaga en las pulsaciones
de la ceniza, sucede que uno vive en el envoltorio de féretros que construye el
país. Sucede que la luz nos llega en pedacitos de pánico. Aquí toda la
existencia y sus contradicciones posibles, aquí lo incomprensible que resulta
la inhumanidad. Aquí se legitima lo ilegítimo, “la racionalidad” es mueca del
absurdo; resultan inmorales los malabarismos y esa sensación de pretender que
veamos la lucidez desde un quinqué. La fiebre del sueño, no el sueño que otros
sueñan desde la embriaguez del poder. Los mecanismos de sobrevivencia ocultan a
menudo los desequilibrios, porque hay una experiencia humana de por medio que
desea, pese a todo, seguir no en los absolutos, sino en ese camino de la
claridad, sin escamoteo alguno. Con la palabra, entonces, acudimos a la
alegría, pero también a la tristeza, no lejos de aquel poema de Garcilaso en el
que el sujeto se queda rememorando las prendas de la amada, no sin cuestionarse
al final, si sólo fue treta. En cierta forma, la esperanza que se nos ofrece es
una treta, mientras se consolida lo aparentemente beneficioso. A uno lo
sorprenden esos rostros diarios de los absurdos y la sospecha. A la desnudez le
damos brochazos de migajas. Desespera el enanismo de las enredaderas y los
brazos que no alcanzan a abrir las braguetas. Hay anteojos terribles sobre los
espejos. Quizá la deshora sea la maravilla de este mundo.
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