jueves, 19 de enero de 2017

TERRITORIO DE LA DESMESURA

Imagen cogida de la red




TERRITORIO DE LA DESMESURA




Para descubrir la existencia de los extasiados filones
en las móviles profundidades de tu cuerpo
mis dedos son varitas mágicas.
Insólitas serpientes de la cólera
mis muebles se odian en mi dormitorio
y sus grandes batallas inmóviles recuerdan
las de nuestras manos las de nuestros labios
las de febriles vapores que brotan a medianoche en los puertos
las de mansiones que invisiblemente se rajan de alto en bajo
cuando los pasos de una mujer demasiado bella resuenan.
Michel Leiris




Desde los interiores de la nostalgia uno aprehende todos esos temblores del cierzo; desde el poema siempre, ese vasto territorio de las sombras y su luminosidad. Busco, allí, en cada rincón del aliento, de la madera, de los clavos, de los alfileres, de los patíbulos, de los platos, guacales, cornisas, el cielo de las bóvedas a media tarde, mañana o noche. Alguien me escucha, lo ignoro. Salvo el poema, no la moldura, sino el río de adentro y sus abisales teoremas. Nunca se dónde estoy. Tampoco hacia dónde vamos con este emporio de saliva y hedores. Me imagino que siempre es tarde para mi calma. En la deshora del poema están escritas las lápidas del tiempo, los cipreses nauseabundos de mi escritura, las aguas de Heráclito azuzando mis sentidos. Escribo desde las paredes de mi infancia: es decir, la escritura como memoria, los tiempos idos y venidos de la vivencia cotidiana. Platico con las calles. Platico con mis engaños y los ajenos. Olvidos y delirios forman mi escritura. Rezo por el eterno espíritu del poema. Es Lázaro el eco del escombro, el polvillo nocturno de la carne, las bocas que me amanecen en la siega. Nunca sé la hora en el fósil de mis poemas: “Descendemos hasta la soledad redonda de una lágrima, la sombra del pájaro/ se hace transparente, como la luz que oscila obsesa y en sigilo./ Estalla todo el despojo y envuelve el horror de las exclamaciones./ Alguien nos corta la risa con sus letales manos./ Me hundo en esos pedazos que atraviesa el ahogo: los equívocos, la madera/ inacabada, los explosivos tetelques que uno encuentra en los epílogos./ El poema, después de todo, constituye mi propio sarcófago./ Total es el mismo terror de todos los días, Dios ahí, muriendo/  en su propia eternidad junto al hombre, junto al rufián que predica los desiertos.” En los dientes de mis poemas también subyacen mis agonías. Pienso en todos los infiernos posibles; hago visibles mis propias hogueras en medio de un círculo de lodosa sal. Escribo, desde luego, a partir de una infinidad de presentimientos. En el fondo resulta así: el grito, el cuerpo, las bragas del alfabeto, la trinidad sin cansancios sobre mi mesa. Luego viene cierto sosiego, la tortuga voraz en el tórax, las colillas inmóviles de la tristeza, el infinito y sus dramatismos. Un poema suele tener gusto a ala y a trenes. Así viajo en su íntima metalurgia, en sus brazos de solitario cuerpo, en su ombligo de cántaro, en su escritura de pájaro. Existo en la medida del poema, muero y convalezco. El poema es la pulpa de mis sueños: la placenta de mis sueños, la agonía descubierta en su juego de contrarios, el tendero de tinta del misterio. Dejo para después la armadura, pues jamás respondo a los agravios, a la insania y al sonido silencioso de la mueca. En medio del temblor de ojos, el sentimiento primordial del poema; el poema constituye la fuerza de la realidad, la vivencia de todo lo perdido. Las calles pavimentadas están ligeras de equipaje como el asombro de las mitologías primordiales. Mi mundo existe desde esa interioridad y no suplanto nada ni a  nadie, sino que asiento mi condición de drama. Supongo que la desmesura lo lleva a uno por territorios insospechados: el mundo es demasiado para ignorarlo, aun vislumbrando todo el despojo. He soportado día a día el sabor de las ausencias; quedo a merced de los parajes indisolubles del lenguaje, a ese milagro de entrar a los absolutos de la realidad. A veces me da por gritar desde el cofrecito de mis intemperies, ese lugar ciego y punzante de los hocicos y roedores de la muerte. En la turbulencia de mis ojos, una lágrima solamente, un puñado de pérdidas: mis sueños amortajados en el silencio.



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