Imagen cogida de la red
…“AUNQUE LA VIDA SEA
MORTALMENTE INTOLERABLE”
Están seguros de padecer tanto como una mujer
estrangulada
en el momento en que ella sabe que todo ha terminado y
desea acabar
Están seguros de que no valdría más ser
ser estrangulado si uno piensa en los cuchillos de las
horas que se acercan
Desde hace tiempo vivo mi último minuto
La arena que mastico es la de una agonía invisible y
perpetua
Las llamas que hago recortar de tiempo en tiempo por el
peluquero
son las únicas en delatar el negro infierno interior que
me habita
Como cuerpos privados de sepultura
los hombres se pasean por el jardín de mi mirada
Louis Aragon
Cada
quien funda desde su horóscopo, el viaje adentro del país. Siempre estoy
pensando en este país de tempestades. En este país de tornados ideológicos. En
las palabras frenéticas de los caballos desbocados y la gran noche donde aúllan
las oscuridades más bestiales. Uno no puede descorazonarse frente a los
vestigios; cada quien tiene que desafiar diariamente la muerte, los brazos de
sal del calendario, el hipo de azúcar colgando del ojo ciego, los silencios que
nunca expiran en la garganta, el sismo de desaciertos casi como tsunami
apocalíptico. Después de platicar con el poema, me quedan en la piel las avispas
de las pestilencias; me queda, digamos, la herrumbre de los ahoras y las
ofertas del futuro. Hasta cierto punto el poema es una voluntad, una voz
desesperada y muy probablemente sin arrugas. Hacia el atril de mi país, los tropezones cuadrados del júbilo y la lenta
mazmorra de la sanguaza. Supongo que todo poema es despiadadamente amoroso,
como una herida tiranizada por el fuego. Supongo que los espejos del país son
demasiado líquidos para sostenerlos con los dientes. Pienso en lo terrible que
resulta la sed en el poema. Sí, pienso en la violenta sed de los cementerios,
en el vivero de las osamentas, en las ojeras fusionadas en los genitales, en
las cópulas interrumpidas del despojo. Escavado el alfabeto, me quedo con las
luciérnagas y el haz de peluquerías alrededor de mis ojos. “Hay delirios que
debemos soportar bestialmente como el espectro / de los desaparecidos: el
tiempo es otro adicto a las pesadillas y a la euforia/ ávida de los espejos.
Todo es perverso a la hora de masticar el trópico. / Allí los sostenes yertos
sobre la abertura de lo incontable. / A fin de cuentas, siempre debo soportar
algunas apariciones de tumbas, / ciertos paraguas de féretros, el testamento
con perennes jadeos. / Me conmueven los objetos perdidos dentro de la almohada,
/ la encogida de hombros cuando atardece, el pájaro rimado de la mueca. / En la
frontera de la mollera, los golpes ineludibles. / Uno encuentra los absolutos
sólo en el hedor, o en el resfrío, o la agonía. / Igual es horrible todo el
aire de las sombrillas sin escarnio. / Las tonalidades de lo real contrastan
con la esperanza.” He dicho ya, me parece, que mi poesía hay que entenderla (abordarse)
desde este amor odio del sentido y del sinsentido de la país: allí están mis
dudas y certidumbres, el absurdo en acción, mi mundo infinitamente singular,
pero también de los demás: mi poema es la comunión con todo lo enumerado. No sé
cómo quererlo u odiarlo siempre. Uno se encuentra con conciencias enredadas en
el cieno, con ciertas bocas inmutables apoyándose en el granito. Hasta ahora
siempre camino. Hasta ahora soy, aunque alrededor uno vaya abriendo las
bisagras del aire, los centinelas de la lluvia, los dolores carentes de
armadura. Aquí uno aprende a sepultar esperanzas: a robarle al cielo sus
ramitas de incienso, a oler los velámenes de la niebla. Escribo para alcanzar
los caracoles del viento; platico con el llanto y sus espectros, soy cliente de
las distancias y los abismos. Sólo sé del barro de las palabras, ahora que lo
recuerdo. En el almidón de saliva, se adhieren los fantasmas y se materializan
las deshoras del país. Sí, se materializa el dolor. Este dolor perenne con sus
goterones de sal. No tengo otra guarida que la del poema. En los vacíos
plomizos de la desesperación, el declive de los desfiladeros, y la resina de
los candelabros como un celaje. Entre un día y otro día no hay mayor
diferencia, salvo las estadísticas de los ataúdes, las coronas de ciprés con su
olor verde, las sombras colgadas de los hombros, las piedras estáticas de los
amaestramientos. Cuando el sueño me venza, ya habré subido las escalinatas del
misterio, o intentado morder la flama de la madrugada. Ahora estoy metido en la
medianoche del poema tocando sus ingles y sus púas. Saldré después, mordiendo
las palabras como chucho callejero. Hasta aquí, poeta, estas divagaciones…
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