Imagen cogida de la red
EXTREMIDADES DEL OLFATO
(MONÓLOGO)
Es la palabra la que me sostiene
y golpea en mi caparazón de cobre amarillo
donde la luna devora en la sopanda de la herrumbre
los huesos bárbaros
de cobardes animales merodeadores de la mentira.
Bárbaro
del lenguaje sumario
y nuestros rostros bellos como el verdadero poder
quirúrgico
de la negación
Aimé Césaire
Escribo
desde las propias jerigonzas del tiempo histórico, sin esquematizaciones, salvo
los olvidos que el propio inconsciente se encarga de derribar, o armar. En los
calcañales insulares de la saliva, el refuego líquido del agua, o la tinta. Escribir
siempre significa, demoler mis demonios y darle una sintaxis gramatical a los
propios pálpitos. Algo queda incompleto, no sé, a causa de las elipsis. En
medio de tanta fanfarria política y social, únicamente atina lo fétido. Sin
duda en cada poema me metamorfoseo. Cuesta el equilibrio en las
autocontenciones de la hostilidad. El fragor de las letras, o las palabras sólo
es comparable con esa tempestad de los retretes, con esas elocuciones
inevitables de la alegoría, con ese vivir frente al hormiguero. Carezco de una
agenda pensada para el poema. Es el pájaro en la ventana el que justifica las
evocaciones y suscita ese cúmulo de fieros equilibrios. Nada se reduce,
entonces, en el cuerpo del poema: es la metáfora la que me ayuda a vestir las
osamentas, a suavizar todas las mordazas que concurren como un bozal siniestro.
Hay un sentimiento irrestricto de mi parte hacia el arrebato íntimo que por
supuesto desborda en necesidad de libertad. Siempre el poema escrito constituye
un espejo: no niego que de pronto los desconciertos demuelen, incluso, mis
propias profanaciones. Soy el único responsable de mi caos. Evidentemente es el
lenguaje quien me expresa, el que me recupera de los senderos inéditos del
subconsciente. Otras veces, además de espejo, el poema es mi cárcel: me recluyo
en él. Allí me enredo en el cordón umbilical de las palabras. Ignoro si avanzo con
rapidez o lentitud, no sé si es humano este ápice de ínsula, los golpes y la
tensión que nos provocan los barrotes.
“¿De qué relojes partimos hacia el frío?/ ¿De qué muertes se nutren cada
día las puertas de los cementerios?/ ¿De qué lenguaje están hechas las
degolladuras, la intimidad en su guacal/ de penumbra? Ahora se me ponen los
pelos de punta./ No es raro sentirse aludido cuando otros empiezan a delirar y
silabean/ su fiebre tal un fósforo roto en una calle terrible./ No entiendo el
final al que aspiran los relámpagos ni los tantos estornudos / que acumula un
pañuelo, ni a la fea actitud de ponerse sentimental./ ¿Sueña, —después de
todo—, el pájaro en su agonía cotidiana?/ Para mí solo es comprensible el duro
oficio de los candiles. Nada más, claro./ Llevo amaneceres aleteando de
horror./ ¿Quién me explica la buena suerte sin que sea sólo metáfora la
castración?” No niego lo miserable que resulta mi poética, sólo trato de ser
fiel a eso que bien puede llamarse defecación sociopolítica: apesta la trasmutación
de los discursos, apesta la bulla, apesta la oscuridad, apestan los golpes que
nos dan las aceras, apesta la lectura de los absolutos y ese drama humano
diario del hambre y la falta de cobija, mientras otros quieren exorcizar esta
realidad desde el poder, quizá también desde los atrios. No se trata, a fin de
cuentas de asir el cielo, sino de hacerlo cognoscible, sino de entender el
caos. Siempre voy y regreso: la palabra es mi única epifanía, ante los tantos
vacíos en los que debo bracear. Existe un tiempo de nacer y otro vivido. Así se
construye la muerte en el poema. Es como la unidad de luz de la cópula, la
puerta del umbral del no desuso. Es el poema, después de todo, el que me lleva
a lo no conocido. A esa edad honda de distancias y de boca. Es lo que está
conmigo y lo posible, la pupila confesionaria del sinfín, lo únicamente granito
en la condición humana. Más allá de las palabras y el poema, soy sólo soledad;
duermen las tumbas en mis poemas como un caballo muerto galopando sobre las
sombras mutiladas del tiempo. A las extremidades del olfato, arrimo esta
devoción por mis zapatos: el poema resulta inexorablemente mi cobija. Allí
convergen todas mis amputaciones y décadas de enarbolar estatuas. Allí,
siempre, la simultaneidad de todas mis infancias.
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