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RECUENTO
…en la lluvia de tinta que me atraviesa con espejos
tus ojos mágicos como un árbol degollado…
tus ojos mágicos como un árbol degollado…
Benjamín Péret
Profundidades
inmensas
las
agujas de pronto en las encías.
El
cuerpo helado como una paz sin brazos
—herido
el rostro
por
el paso de los años,
la
niebla en el pecho.
El
viento cae:
—es
un susurro de alas quebradas,
de
alas sin cuerpo, espejo deteniéndose,
ahora
en los ojos.
En
las cuencas cae el musgo del cuerpo
—la
armadura
de
los muertos
—tu
armadura con manos de medianoche.
(Ya no te reconozco cuando rasgas el
día)…
Ahora
expiran los bastones de sal de las mejillas:
las
diademas del arco iris,
la
sábana a oscuras de la habitación.
Hoy
vivimos días de odios y falsas esperanzas
donde
se derrumban los jardines:
crujen
las encías en los pañuelos
y
en ventanas secas, el tizne de los féretros.
Qué
fe hará la vida menos miserable,
qué
fuerza para ya no mirar la última agonía,
los
caballos abrasados
del
miedo o la duda o el infinito ruido
que
haces en la llaga.
(Hay deseos de convertir las sombras
en ceniza.)
No
pensar en lo vivido,
vaciar
cada subibaja de las pupilas,
saltar
al otro lado
sin
repetir las mismas palabras:
—esas
palabras que mastican los niños
incomprensiblemente,
esas
confusas carrozas
de
sangre en los ojos,
esos
senos de tumba que perdieron
el
sonido repetido de la luz,
ahora
cruel estantería
encallada
en el pasado.
Uno
anhela en cierto modo
el
perfume de los años bisiestos.
Uno
despierta en la mañana con una sed absurda
de
sanatorio sumergido.
Cruzan
las calles
los
peldaños ahogados del sueño:
líneas
sin páginas la limosna de los brazos,
las
escaleras de mi idiotez,
el
alud de recuerdos en el ventarrón
de
mis cuadernos,
el
hambre o la muerte matando el día.
Sopla
la luz en el rostro
—sopla
esa misma demencia
de
los espejos:
la
cara de los nombres que nunca tuve,
la
noche como un solo camino,
las
calles como una sola noche.
(Los ojos envejecen al igual que el
día.)
No
hay oraciones que quiten este pavor
—uno
lo intenta;
pero
atrás quedaron los últimos gestos del deseo.
Ahora
ya no regreses.
Aquí
hay una ciudad de locura.
Aquí
el frío se tornó una espada con ejército.
Y
nadie puede
entrar
salvo los huesos de los acantilados,
y
los cuchillos
de
la Nada resueltos irremediablemente.
(El tiempo, sórdido,
quema el lecho y el vaso que nos
contiene.)
El
eco, sólo es eso:
el
eco de los pasos que no se anidaron,
los
murciélagos que florecieron en el sosiego de la cueva,
la
realidad a expensas de la conspiración,
el
azúcar sin campanas de la asfixia,
los
surcos decapitados de los zapatos.
Mis
demonios caminan sobre paredes heridas.
La
última lluvia está por caer en las manos:
—No
hay ángeles,
sino
un crucifijo,
única
evidencia, de este peregrinar
lamiendo
el asombro de la noche
y
la obscenidad
repitiéndose
como una ceremonia en la lengua,
como
un cráneo
en
el cenicero de las sienes.
Del libro “HORA DE
TRENES”, 2008 (Inédito) 179 pp
© André Cruchaga
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