Imagen cogida de la red
(Una de las calles del Centro Histórico de SS)
ROSTRO DE LA CALLE
Para
mí y para vos, cada calle nos borra la esperanza.
Salvo
el laberinto de la muerte,
nada
más nos acompaña
en
la travesía: cada transeúnte es un grito entre grises.
¿En
qué país estamos merced al hampa,
al
martirio, a la hoguera,
a
la ceniza,
al
sarcasmo repugnante de la violencia?
(Me dirás que es el
reacomodo de la correlación de fuerzas
para refundar la Patria;
que es el hartazgo muchas
veces sordo
de la pobreza galopante
que hemos tenido por décadas.)
A
lo que te diría, recordando unos versos ajenos:
“¿En
qué siglo nacimos?
¿En
qué siglo es que estamos?
¿En
cuál siglo vivimos y soñamos
esta
tremenda pesadilla/ como un dédalo?
Esta
es la ronda de sus muertos.”
Nunca
creció tan alta la zarza, ni la breña, ni el miedo;
ahora
vivimos tambaleándonos entre la oscuridad de las aceras
y
los alfileres,
entre
la niebla y el granito que cae en la boca
y
rompe los dientes,
la
costilla amenazada y las sienes.
Al
caminar, cuántos zapatos vacíos,
de
espaldas, roto el pulso
de
los tragantes,
la
música fúnebre como una hiena en el pañuelo,
la
sal hasta el cuello de las arterias.
(En medio de este horror,
sabés que hay
impaciencias personales:
la desazón no quita la
sed y el deseo,
la entraña ruge en su
espejo de caracol,
abre la herida y el
ramaje,
el musgo pulcro en la
boca,
crepita el semen antes de
desprenderse del ala.)
Pero
la calle es otra cosa con su frontera de cuchillos,
hay
un desierto de fuego endurecido,
rostros
ahogados, acribillados
por
la desesperación:
nunca
se vive sino en la muerte de todos los días:
siempre
hay una sombra que vigila en la sombra.
¿En
qué País estamos,
qué
noche ahoga ojos y nuestra conciencia?
Perdimos
la brújula de la aurora,
se
multiplican los rostros en el moscardón que erigió la ceniza,
la
seguridad ciudadana es otro cadáver en medio del grito
del
crepúsculo,
otra
botella tirada en las aguas del mar, otra forma
del
fermento de nuestras propias heces.
Ya
no sé qué rumbo deben tomar nuestros sueños y los ajenos.
No
hay lugar seguro en las vigas de la luz;
la
demencia se apoderó de todo el alfabeto.
Ahora
también nos persiguen los murciélagos,
la
atarraya enfangada de las lámparas,
el
puñado de lava que nos asfixia
desde
los cuatro puntos cardinales.
¿Hacia
qué suerte de memoria nos llevan estas calles,
acostumbradas
a la carroña,
al
cuerpo erguido en el vinagre,
al
lecho donde se pudren por siempre los huesos?
La
calle, hoy, tiene su propio rostro:
nos
muerde su bramido de muerte,
como
un nido de hormigas impunes para el despojo.
Barataria,
2013
Del libro
“CUERVO IMPOSIBLE”, 2013(inédito). 138 pp
© André
Cruchaga
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