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MANANTIAL IMPURO
Y
en la propia destrucción de la piel, habitamos el manantial
terrestre
de la vida como dos grandes fuegos abatidos
por
el crepúsculo,
la
aurora en el declive de las estatuas.
Ladra
el cierzo desangrado de nuestro aliento y la danza
dulcemente
decapitada,
mientras
nos devoran las eternas semanas de los sientes.
En
cada servilleta del desplome de los relámpagos,
Atisbo
los horcones de las trompetas,
la
floración del pájaro
en
la edad del incendio,
el
párpado avizor de la demencia de los espejos,
—ataúdes
con cicatrices en las baldosas donde
todos
los días los transeúntes dejan un pedazo de sus poros.
Vivimos
en este hueco de gastados intérpretes,
entre
el vaho
que
arrojan las axilas,
y
el pez del rumor atrapado en la sobremesa del olfato;
las
almohadas giran como panes disecados alrededor
de
múltiples sobresaltos,
duermo
sobre la tumba,
algunas
veces desestimo la costumbre de caminar en el abismo,
de
limpiar el espejo con sollozos,
de
lamer la jaula del nudo ciego de la boca,
de
sentarme al trasluz del taburete
de
la noche que siempre finge
días
con estrellas y me habla de bosques,
de
umbrales donde se puede contener la respiración adusta.
(De hecho, cómo saber si
en la noche no vendrán los cuervos
a cobrar su cuota de
carroña, aun con cerrojo el sudario:
el matorral descorre su
propia noche:
tengo tumbas de frío
cada vez que busco
respuestas en el absurdo.
¿Quién puede borrar el
pozo del grito en la garganta,
y llamar y ser oído y
salvarse del espejo de sangre que acecha?
Alrededor de mi, las
escaleras enloquecidas de los ojos…)
Hay
días que necesito olvidar estas largas noches de desvelos:
necesito
olvidar mis equivocaciones,
el
papel y el lápiz
y
adentrarme en el ombligo del paraguas,
el
fuego cegado del azúcar,
en
el ojo sin dardo de las flechas.
Siempre
es cruel la aguja
sobre
el dedal que sostienen las ventanas;
un
día más, un día menos,
la
declaración de principios del jardín
que
rodea los párpados en el vaivén del péndulo.
Encerrado
en esta rueda de luciérnagas fugaces,
la
brújula en la leche del nido,
las
postdata de los dientes,
la
sartén apretada en el aceite,
aquella
mujer de mirada estacionaria,
tendida
en el tapiz de la emboscada.
Después
de todo,
la
realidad es tan siniestra como el falo del perro
apareado
en las aceras,
sin
ningún estupor hasta que la puerta
de
la ficción se abre al soluble paladar de la aurora.
En
el vértigo del manantial,
alcanzamos
la pizarra flotadora
del
velamen, y las almas,
—nuestras
almas,
alcanzan
el libro
ilustrado
del instinto, la hojarasca que sin duda sirve, entera,
de
festín para cubrir nuestra herida…
Barataria, 2012
Del libro “EN ALGÚN LUGAR INEXISTENTE”,
2011-12 (inédito). 130 pp
© André Cruchaga
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