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INTERIORES
Desde
los interiores de la mesa, la tela amarilla del candil,
los
objetos alrededor de mis ojos, las manos todavía
en
la aldaba de la puerta,
—hacia
el fondo, el día avanza en mi cabeza,
como
cualquier despojo en el albedrío de la sal.
Consumidas
las semanas, nadie se acuerda del calendario;
algunos
dolores son demasiadas tumbas para el alma;
las
alegrías,
vienen
acompañadas de lápidas o almohadas,
toda
fosforescencia siempre tiene fronteras imaginarias:
la
noche es lo más visible cuando nos quema las sienes,
lo
invisible es el hilo de la racionalidad
que
anhelamos juntos.
Cada
vez el infinito desemboca en lluvias:
hay
relámpagos
que
atraviesan el infinito con ojos de vértigo;
en
cada viento afilado en el cuerpo,
el
universo zozobra
con
sus paraguas rotos,
la
palpitación se convierte en cuchillo;
al
borde, las vísceras,
la
antesala de espejos distorsionados.
De
cada precipicio brotan espejos incendiados,
un
trozo de sábana alimenta los poros,
cada
movimiento que nace
de
la campana de la saliva,
los
días impares de la semana,
el
báculo del ciego alrededor de los barrotes de la niebla.
Cada
objeto tiene su propio laberinto:
la
lluvia que emerge sin aniquilarse,
la
angustia en el absoluto
de
la memoria: viajamos desde la cópula del vuelo,
desde
los nudos del pájaro del posible desvarío
de
la sombras enquistadas
en
el rompeolas de la ebriedad,
hasta
el lugar donde terminan los brazos.
Somos
el incendio de nuestra propia alma,
el
todo y la nada
asidos
de las manos,
la
furia del torrente en los ojos,
los
estrechos caminos de la clavícula de la Esperanza,
la
infinitud
de
las paredes a la hora del sueño,
a
caligrafía escarlata
de
la catástrofe,
quizá
la melódica purificada en la ceniza.
No
cabe tanta erosión en las colillas de la respiración,
—hoy,
todos los caminos son inciertos,
los
cubre el humo,
el
desfile de los pensamientos calcinados,
el
establo del cielo,
envuelto
en harapos,
el
hilo de la garganta en el paladar duro
de
las viejas consignas.
Sí,
todos los caminos son inciertos:
recorremos
el pozo hondo de las estrellas endurecidas,
del
precipicio de las lanzas de la incineración;
en
la espalda llevamos
porciones
de azufre,
sortijas
que la noche nos avienta a los ojos.
A
veces las axilas derriten abismos de sal:
entonces,
nos volvemos alucinadas ebulliciones,
viscosos
laberintos,
ácidas
persianas de la piedad,
baúles
de cementerios,
cadáveres
impuros renegando del fuego.
Siempre
que vemos desde dentro de la alacena,
sabemos
que nos falta todo,
y
en cambio acuden a nosotros los sepultureros,
con
sus manos de azadones.
No
obstante persistimos
en
el cántaro inasible del agua que chorrea en los ojos.
Sólo
nos queda descoser el aliento
y
aruñar la brasa de la sed.
Barataria, 2013
Del libro “CUERVO IMPOSIBLE”, 2013(inédito). 138 pp
© André Cruchaga
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