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CÁNTARO QUEBRADO
En
el traspié quebramos la vasija de la sed e inventamos
formas
sutiles de pájaros. (Quizás curvas y
vacíos y hondas
pulsaciones ligadas a lo
fugitivo.)
La
conciencia ahonda los fragmentos del pecho,
—en
el miedo a lo oscuro suenan los cántaros,
aquí
la escopeta del fuego en la fragua,
el
brocal a gritos del día,
fieros
equilibristas de la sal,
del
destello sobre el poro de la hora quemada de los balcones,
mercados
por el adobe
donde
la sonrisa se vuelve hermética cerradura,
como
manchas abatidas de hollín.
En
cada puzzle del tiro de gracia del barro,
los
juegos violentos del acorde de la noche
con
los grifos de la gruta del murciélago en la garganta,
(parpadeo
de sombras sin ropa);
avanza
la mecedora de los párpados,
la
vena rota del muerto en el bosque humano de la saliva.
(Jamás duermes.
Jamás duermo en la
pocilga de barrio cautivo de armas y miedo,
desnudo, señalando el
horizonte,
si no es con el bastón
escondido del anhelo
en tiempos donde la
democracia,
es todavía, una
cama sin cobija,
golpeada por el hierro de
las verjas.
Dormimos entre homicidas
y homicidios,
su incandescencia desafía
nuestros zapatos,
nuestros brazos puros,
muerde, incluso, la hora
del seno y el orgasmo,
—tus muslos ciegos de
desvarío,
la lengua que grita en la
tela de los poros.)
Nos
abate el mercado de pulgas de las ideas,
cuando
la palabra es un laberinto de veleidades,
una
rueca de cieno que hay que seguir con la risa,
casi
con la unanimidad
vegetal
de la sangre:
entramos
a un bosque de abanicos,
—rapados
de mesa y utensilios—,
de
rodillas junto a las moscas
que
posan en los platos, convirtiéndose en parque del delirio.
Hay
cántaros de adusta feligresía,
y
tiestos enajenados,
vidrios
colgando de las ventanas,
huecos
habitados por invernaderos,
púas
flotantes en almohadas,
pozos
sin escaleras para socorrer
al
prójimo de los sótanos de la niebla.
Nadie
escapa
a
los fósforos que expiran al trasluz de los candiles;
lo
sabemos cuando las estrellas caen en las hondonadas:
—(se ha vuelto inefable tu respiro después de
todo.
Después de todo,
casi te palpo en la gota
de rocío,
en el sondeo invisible de
mis pies,
en el silencio, que de
pronto,
es el único instrumento
que nos sirve
para desnudarnos,
para quitarnos esta
modorra inclemente.
El tiempo se nos quiebra
en el cántaro astillado
de los destellos
que nosotros mismos
invocamos a la hora de ascender
a las poluciones. A tu
piedra de dolor en mi desvarío.
¿Cuánto nos queda de
mudez?
¿Cuánto tiempo para
fotografiar el sueño,
sin convertirnos en ese
siniestro juego de contrarios?)
Para
saberlo hay que colgar del alero
nuestra
propia respiración.
(La razón nos dispara
confusas palabras.)
Barataria, 2013
Del libro “CUERVO IMPOSIBLE”, 2013(inédito). 138 pp
© André Cruchaga
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