Imagen cogida de la red
MARCHITO DE HAMBRE
Salvo los jardines y las
sastrerías, el metal amarillo de los informes forenses,
las hojas gastadas de las
enciclopedias, las bancas vacías de los parques,
salvo los números decimales de
las visitas a mi aliento,
el pespunte de moho en mi lengua
moribunda, los días que no terminan
sino en la muerte de las
talabarterías.
Ya es costumbre pensar en la
piedra mansa de la melancolía, en la sal
débil de los párpados, en el
rumbo desesperado de los sueños que juegan
a la ramazón del lenguaje de los
bejucos.
(Por cierto, nadie entiende la
bestialidad de los recuerdos, ni el cansancio que se siente en las
penitenciarías, ni la transparencia del añil en la intemperie del alba. Debajo
de las baldosas de la penumbra, cruje la danza del hambre: el afán de las
cenizas, petrifica las monedas, el pan nuestro de cada día, las aspas de
alucinante demencia. La simplicidad del polvo cubre mis ijares.)
Frente a la
ventana, los días venideros, sin mayor noticia que las axilas,
la
combustión invasora de las sombras,
los
múltiples lenguajes de las ventanas, en las paredes móviles
de las
telarañas, el frío amargo descendiendo hasta las osamentas del ijar
convulso,
cuerpo socavado por el abandono: cualquier evocación
es mejor a esta querencia de nudo ciego en la materia putrefacta.
Barataria,
febrero de 2013
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