Imagen cogida de la red
VACÍOS DERRIBADOS (MONÓLOGO)
Naciste en un cementerio de palabras
una noche en que los esqueletos de todos los verbos
intransitivos
proclamaban la huelga del te quiero para siempre siempre
siempre
una noche en que la luna lloraba y reía y lloraba
y volvía a reír y a llorar
jugándose a sí misma a cara o cruz
y salió cara y tú viviste entre nosotros
Gerardo Diego
Quizá
en el sentido llano existan pocas palabras, no así en el sentido de la
metáfora: lo poco puede ser abundante en connotaciones. Tampoco lo hondo es
sinónimo de hondonada, aunque exista cierta hermandad entre ambos vocablos. En
el camino emergen diversos trayectos, diversas pueden tornarse las ráfagas y
los amarillos de la otredad, diversos centelleos pueden embestir lo fortuito.
Así que uno nunca sabe qué demonios nos hielan las mejillas, quién produce
todos los estruendos de lo infausto. Ciertos rictus no provienen de la
casualidad, sino de la causalidad; son incontrolables todos los nubarrones los
saqueos de conciencia sin necesidad de intravenosas. Siempre acabo por perderme
en las calles menos expresivas, es decir, inexpresivas. En todas partes están
rotos los equipajes de la paz: abundan las gestas de los alfileres, los
escalpelos, las armas blancas, el celofán de saliva, los coloquios en ciertos
quicios de puertas ennegrecidas por el tiempo. Yo jamás he podido entender los
estornudos de la historia, esos pruritos contenidos con pañuelos. Jamás
entiendo las procesiones con matronas, jamás entiendo el lujo de los revoltijos
a la hora de la digestión. Duelen las entrañas cada vez que oscurece. No es
posible quedarse aquí, “El universo crepita en mi lengua como otro ojo que huye
de los párpados.” Como otro ojo. Como otra pérdida parecida a los juguetes
infantiles, (en modo alguno a los
juguetes sadomasoquistas); Dios quiera que un día no sigamos de rodillas,
ni nos rodeen esos extraños pantanos de la salmuera. Dios quiera que
desaparezcan las sombras encorvadas de los negro, los tejados oscuros
disparando hacia el horizonte. Nadie
debe dudar de los sangramientos de la esperanza, de los gajos sofisticados de
ojos que nos miran, de las ventanas que estallan en pájaros. Usted debe
asesinar los malos momentos apuntándoles al oído. Usted debe desnudar los
heraldos del cierzo y lavar su conciencia con el agua bendita del cielo. Quítese
los malos pensamientos, los sueños extraños del ardor que provocan ciertas
ventiscas: ríase, salga a la calle, masticando la nicotina de los andenes,
amarillos, meados, afanados en sus discusiones de náufragos. Ríase de tanta
mentira que nos pintan en las cejas, de la mecedora de ofertas expuestas en las
vitrinas de los planes sociales, piense en la tempestad de los cuerpos y
guárdese la ropa por si acaso; póngale engrudo al aliento para que no entren moscas,
o deje que los calabozos se conviertan en ventanas. Nunca nos cansamos de
hurgar en la piel. De correr hacia el granito, hacia esa parte del acecho donde
lo insólito fecunda el arco iris. Hurgamos, también, en el raro pájaro de la
noche, en el acoplamiento de los jardines incubados. La única manera de no
seguir el camino en desfallecer. A menudo de cada pedacito de esperanza hacemos
sombreros, paraguas, trenes y otros chunches que puedan satisfacer nuestra gula.
A veces nos volvemos sordos como las estatuas, después de todo y en cualquier
parte y en cualquier circunstancia habrá un verdugo y una víctima. En el charco
de los sedimentos, procuro que no se encapote mi sed, ni que las venas se
retuerzan en la herida, ni que pasten en verano. Para un poema de mediodías,
esta suerte de fuego atravesando las semanas. Espero estar cerca de abandonar
la niebla, las sombras a dueto de lo lóbrego, los vacíos derribados al pie de
las estacas. Espero que ya nada se desplome en el tic tac de mi almohada. La
sombra y la luz, por si acaso, siempre resplandecen en forma de rosa bronceada.
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