Imagen cogida de la red
ATRIO DEL GRITO (MONÓLOGO)
Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba
en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa
angosta calle escalaba la
ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me
alejaba unos pasos, lo
contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con
mis manos; seguí
la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en
que se juntan los
bloques de roca.
José María Arguedas
Uno
de cierto, quiere escribir o si fuese posible perennizar las tantas fugacidades
de la vida, escribir la serpiente de los escalofríos, desposar el miedo a los
crepúsculos, masticar los jardines de granito sin que decrezcan los
ensimismamientos. Hay tantas furias y grietas y tormentas desmoronándose en las
sienes, horcones de remotas túnicas, estanques negros imaginándonos. La
historia no deja de ser un costal de huesos en el sudor que provocan los
analgésicos. Pienso en las infancias. Siempre son extrañas las infancias, desde
los incensarios bautizados con sollozos, desde los vastos atrios del grito, o
desde el tartamudeo de los guacales en las aceras. Lo efímera acaba por
perennizarse: es extraño el silencio y todo lo que va muriendo en nosotros. Son
extraños los mausoleos y los esqueletos que taladran el aliento. Son extraños
los trenes que uno recuerda cuando roncan en medio de los cementerios, cuando
desde algún sitio uno ve en retrospectiva los rieles olvidados. La vida es esa
sucesión de instantáneas, con flecos de ventanas mojadas, con mochetas de
indiferencia en los ojos. Una vida es todo ese día interminable de espejos,
inexplicables, por cierto desde la antigüedad de la conciencia o el raciocinio.
Ni quiera la tumba de los sueños es gratuita hoy en día: hay que pagar por
estar vivos, por transitar en medio de los horrores, por la risa. Todo tiene
razón de ser cuando se piensa en los zoológicos o en los ceniceros. ¿Qué hay
del otro lado de los almacenes oscuros del tiempo? Quizá pésames y huesecillos
retorcidos, saliva e imposibles que juegan a los vacíos. En el fondo nos
imaginamos diversos paisajes. Heridas en deshielo, imágenes a lo mejor
estériles. El pesimismo no es algo que emerge de la Nada. Hemos tenido años de
incesante escarcha, graznan frente a los espejos las exhaustas ojeras del
granito, las venas rotas del fuego, la boca condenada al gemido, o al delito
desgarrador de lo inconfeso. Uno se harta de pelajes y apetitos, uno se harta
de la voracidad de la zarza, de la sombra encendida de lo tórrido, de la
medianoche que acecha los sueños, de las miradas de hierro que penetran en el
alma y envenenan el aliento. Sin duda cada quien se alimenta con sus delirios. Cada
quien malgasta su sed en el ansia de los absolutos, cada quien destripa la
ceniza que lo devora. Yo veo la radiación de la maldad a pocos pasos. Veo caer
puertas y peldaños y ojos y conciencias. Veo lamer la sal de púas del rebaño,
el puñado de espinas alrededor del aliento, la mudez de los espectros en medio
de las aguas, los calcañales rotos de la ternura, el camino marcharse de
nosotros, hacia el escozor de las paredes pintadas con grafiti. En la pobreza
de mis espejos, los extraños lavabos para el pánico. A veces, sólo me limito a
caminar sobre la vía pública de las grietas. No hay escrúpulos ni papel
higiénico, ni ventanas explicitas para cegar de una vez por todas, la
oscuridad. A veces uno llora junto a los grifos de las mortajas, y forcejea con
los zambullidos definitivos de las aguas oscuras de los sueños. Ante el ojo
tirita el costado del mundo y los horrores disfrazados de arco iris. No sé
hasta donde son verdaderos los misales, y el fuego infraganti de la astucia y el
puntapié tirado al tiempo. En algún sitio se endurecen los extravíos con cierto
verdor de musgo u ombligos. Doy fe de todas mis rodillas imaginarias, de los
mares que se erizan frente a mis ojos, de los bocetos de barro que horada el
viento. Doy fe de los centímetros de aliento que se disuelven en las horquetas
del calendario, pero también, de los cascos que irrumpen en el entrecejo.
Barataria,
01.11.2016
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