André Cruchaga
AL FILO DEL DESPEÑADERO
(MONÓLOGO)
…por fi llegó el día, la hora de las palas y los cubos.
No esperaba la luz que se vinieran abajo los minutos
porque distraía en el mar la nostalgia terrestre de los
ahogados.
Nadie esperaba que los cielos amanecieran de esparto
ni que los ángeles ahuyentaran sobre los hombres astros de
cardenillo.
Rafael Alberti
En
los lenguajes abisales del tiempo, ignoro si la diafanidad está a disposición
de las personas. Ignoro, además, si un ciego debe apropiarse de su propia
máscara o de otra.. Cada quien desde sus luces, o sus noches aquietadas o
furibundas —suburbios metálicos del pensamiento—, construye los retumbos del
sobresalto. Cada quien, a su manera, siente de seguro el martilleo del alfabeto
y sus enraizados goznes de reverbero. Tal lo expresado en el texto poético:
“Llevo años juntando el laberinto de los centavos, y gesticulando
porfiadamente;/ ocurre que debo caminar todos los días a través de extrañas
mareas de meados,/ entre aguas de fuego provocadas por la miopía. Debo cubrir
de noche/ mis miedos para que no se
vean, pensar que son inocentes las páginas/
de los periódicos, articular toda la hedentina del futuro.” Al menos a
mí, me aturden los senderos equivocados de las conjeturas, las hojas de las
ventanas atascadas de hojas secas, casi una realidad asfixiante de sombras. Da
escalofrío la polilla del desquicio, las mochetas escalofriantes de la levedad,
siempre el contraluz por todos lados, como forma para adorar los agravios, los
secretos de ciertas hermandades siniestras. Uno quiere ver siempre ciertas
fosforescencias, en realidad se necesitan candiles para ver la oscuridad, se
necesita otra humanidad, otro horizonte, pero hay que cerciorarse que los
mismos no traigan muchos ruidos. “Debo caminar lejos, muy lejos de aquí. El
tiempo también es piedra de calígrafos.” Quizá deba urdir otros abrevaderos,
quizá quitarle lo pañoso a la realidad y luego ciertas arrugas, limpiar las
manchas llovidas de los espejos. Quizá necesite de una nueva armadura para que
las ficciones no me horroricen tanto, quizá deba quitarle los estreñimientos a
las fábulas y a todas esas insolencias que nos dicen que son verdades. Menos
mal ando vestido; babea el calor de las palabras, la gota de oscuridad reclama
por su hollín, el modo de escribir mi poema es caminar por todos estos
desvaríos, darle colorido a los declives del hedor, a todo lo maloliente. En mis
pupilas cabildea el antaño de los poyetones. Entre la bruma y el fango, las
lágrimas engusanadas del zumo. El poema no es sólo esteticismo tal el gusto de
don Juan Ramón: el mismo está lleno de impurezas, de esa piel tiesa de las
aceras, del deletreo encendido del zumo, de las almas tuertas y pensamientos
verosímiles. Desde antes de existir supe de todas estas nostalgias, de las
antigüedades que se agarran del pellejo para escuchar las interioridades. Hay
voces infinitas que dejan sus huellas en mis oídos. Todo, menos aceptar la
caries dental del alfabeto. Todo, menos una cruz de tierra en mis ojos. Todo,
menos ese perro que se hinca todas las mañanas para hacer el bendito. Uno se
multiplica de imágenes subiendo la escalera. Todo acontece en el ojo del
presente. Me da vergüenza, pero la dignidad es la única máscara que yo tengo a
disposición, en esta diafanidad de disfraces, por cierto. La dignidad como
trinchera. Todos los días huyo de la maldad; mis pies no soportan el sinnúmero
esas ondulaciones, los manifiestos destinados a la orfandad. En la travesía del
poema, intuitivamente uno se hermana con la oscuridad y con todo aquello que
eternamente nos conmueve. Cada quien se inunda de ello según le convenga. Siempre
combato al filo del despeñadero, y de ello doy fe en cada poema.
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