André Cruchaga
HORA ÚLTIMA (MONÓLOGO)
¿Por qué soñando, al deslizarse con miedo,
Ese miedo imprevisto estremece al durmiente?
Mirad vencido olvido y miedo a tantas sombras blancas
Por las pálidas dunas de la vida,
No redonda ni azul, sino lunática,
Con sus blancas lagunas, con sus bosques
En donde el cazador si quiere da caza al terciopelo.
Luis Cernuda
A
lo largo del sendero, poeta “lo único igual a entonces, a tantas veces luego… ¡Sinfín
de tanto fin!”, tal don Juan Ramón Jiménez. El desvelo, abierto, muerde de
continuo ese viaje que emprendemos todos los días. Hay visiones y aguas
ocultas, analgésicos, pañuelos, improntas. A ras del esqueleto, los dedos del
polvo, algunos zapatazos, ciertos energúmenos, los fetos de nuestras propias
admisiones. “¿Qué diente posible muerde la roca allí en el respiradero de los
sueños?/ Cada cobija va acumulando lo remoto, o la página atribulada de
neblina./ Siento la ignorancia del polvo en mi olfato, el hollín insoportable
del tiempo,/ el rojo conacaste entibiado en mis manos, el latido sepia de los
chiriviscos. / (Nada hay. Nadie conmigo desde la emoción de caminar al
pájaro.)” cuánto nos falta caminar sin convertirnos en fantoches, cuantos
lenguajes lampiños poseen sobrenombre, cuantos tartamudean en la morfología de
las viscosidades…En suspenso las veredas lampiñas de todo aquello que se cierne
sobre las pupilas. Dicen que caminamos con una alforja de tristezas, entre
desangrados calores y ramas de frenéticos bullicios, quemados en la deshora de
la boca y los brazos. En el ciprés del camino, sólo la carreta y las cruces, el
árbol, el caballo, la gota de oscuridad como pétalo negro colgando de las
sienes. Nuestra sombra palidece en los espejos; la luz si acaso, es otro
estratagema de la penumbra. “Adrede salta la brida”, refería Rubén Darío. Y
agregarías: “oscuro el cielo infunde melancolía”. Uno sospecha de tantas cosas:
del tormento que suscitan las equivocaciones, del embrujo de las tarjetas
postales, de los detalles siniestros de las lisonjas. Hay gente que hace lobby
para estar en primera fila de los acontecimientos, inventa ser el mejor y en
consecuencia el primero, vende su alma en una especie de carnaval y grita y
rechinan los dientes. Hay un desenfreno casi apocalíptico por ganar premios y
se torna despiadado en el delirio. Hay aquí un juego de sombras: te niegan para
afirmarse; parecen cogerse todas las calles enredados en su propio hormigueo.
¿Hasta dónde se debe fingir? ¿Hasta dónde la brutalidad seguirá disfrazándose
de ilusiones? ¿Hasta dónde puede uno arrimarle los brazos a la ternura? Aunque
uno no se de cuenta, cada momento está cavando el abismo propio. Ya he
presenciado el grito despiadado de la noche, después de ser luz, oleaje,
fúlgida tempestad. Andamos en los horrores de nuestras propias sombras. Aquí es
fácil caer, pero no levantarse. Aquí es fácil ver el tiempo que transcurre,
pero no el que nos queda. Ante la pared de luz, los eternos tizones de la
fragua, los callejones ebrios del aliento. Yo me he quedado lejos de los
alientos perfumados: sigo con mis propios sofocos, y no aspiro a otros
capiteles que no tengan que ver con mi escritura diaria. Me niego entrar a
la moldura de ciertos relieves. Me niego
a transitar y trabajar por el mercado. Sé que el mundo es teatro. Tampoco deseo
hacer trueque con mis ventanas y puertas. Siempre el camino, siempre, nos da
sus pócimas mientras transcurre, o llega la hora última. Las palabras las dicta
el olvido y la intemperie. Me amarro a ellas como la piel al petate, como el
pavor al verdugo. La vida toda cabe en una hoja de papel, aunque de pronto se
quiera levitar entre ornamentos y condecoraciones. La vida es sólo un desenfreno
de carcajadas: cada cual con sus propios dispositivos terrestres. De pronto los
vértigos nos confirman el vacío.
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