Imagen cogida de la red
PABELLÓN DEL PURGATORIO
Como
el espejo a mitad del ojo del pájaro, las algas agujereadas por el agua,
el
caballo de bastos sobre los dinteles de las ventanas,
todo
el corazón al juego del tiempo tal la piedra inmóvil lanzada al vacío,
o
el gemido alrededor de la azucena del sexo, trepando a los dedos,
entrando
a la pupila del ombligo, quemándose el juelgo,
y
los días bestiales incomparables del viento en la cerilla de itinerarios
caducos,
o en el cascabel gigante del grito.
Por
eso, entonces, uno se harta de tantos resumideros retorcidos
en
el cuerpo de un hormiguero, en los terribles juegos del desenfreno.
Cada
amargura provoca variedad de esfínteres, el aullido de las esferas.
Alrededor
ruedan las monedas ostentosas y tortuosas de la tortura:
Alrededor
degüellos y tristezas, el reptil sobre el muro de piedra, la falsa
vehemencia
y los sollozos infatigables de las máscaras.
Se
ríe uno de la melaza carbonizada en la boca, y de los poros abiertos
de
los ruidos, de la descomposición obligada de las sombras
y
las banderas; se ríe uno de los meaderos públicos y del Papanicolaou
que
prolifera con audacia y lujuria.
(Pero el amor es a ciegas en
un país que se divierte de la repugnancia.)
A
veces tengo la impresión de ver engarabatados los anhelos en vitrinas,
la
nata de la leche como un fetiche germinativo,
las
raspaduras prolongadas del tacto, la lengua resbalosa de los tendederos.
Es
cierto, hay gente que se ríe del mal ajeno y se vuelve intérprete maléfico
de
tantas manos confundidas en las agujas de las semanas.
Sí,
hay gente que se ríe de los enredos y desenredos, se ríe de la fricción
que
provoca la náusea, del tarado y del tartamudo,
se
ríe del encanto que le provoca una bacinica, de los baños del olfato
en
lugares impúdicos, de los enmohecidos
tapices de la saliva,
o
de los vahos que provocan las hondonadas.
Al
final cada quien silba donde quiere y sacrifica sus infancias, o su espejo.
Con
la poquita agua en el pocillo, lavamos el universo: los ojos que naufragan
en
las aceras, cuando las uñas pulverizan el arrebato más sublime.
Debo
suponer que en un momento hasta la fantasía es agujereada
por
el reflejo centesimal de trenes dilatados por los cadáveres
de
los durmientes de ese otro mundo al que deshojamos cada día con severidad
de
proxenetas. (Sé por lo demás que suena
insólito, pero es ineludible decirlo);
es
ineludible la piedra de los diálogos y monólogos,
el
silencio estridente de los fluidos, la palabra sobornada en las bisagras.
Es
ineludible la sangre que derrama lentos silencios, o el abandono.
Es
ineludible la espina que se empina en el respiro, profunda, tenaz, hiriente,
como
la propaganda ensordecedora del rumor.
Hay
gente que ríe simplemente. Hay gente que llora simplemente.
Algunas
sólo deslían las moscas en los retretes de la plaza púbica.
Yo
me río de ver reír, aunque no sepan por qué ríen.
Se
me hace sueño la piedra de niebla y noche que muerde la luna.
Un
abismo se desliza en mis zapatos incrédulos de amorosos jadeos.
Río
ante las ojeras del aire: los hilos de agua caen de los ojos,
y
bracean alrededor de los pómulos.
Me
río de la imposibilidad de revocar tantos mausoleos, de la caries
a
borbotones que acumulan las puertas, del frenesí suscitado por golpes,
por
las barras shows donde el mundo confabula,
o
desvela su propio sueño.
Después
uno tiene que lidiar con todas esas obsesiones y resistir
a
las tocaditas rechinantes del oleaje y a sus tripulantes devotos de excesos.
No
importa. Yo río sobre el desván de la tierra, de extremo a extremo
como
en una rígida romería de auditorios suicidas.
Barataria, 2017
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