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OFICIO DE LA MEMORIA
Al
otro lado de la pared, los jeroglíficos titubeantes de la deshora,
o
esa artificialidad de envejecer en las pestañas, o esa persuasión en extremo
de
ciertos maniquíes que rondan desmesuradamente alrededor de la mesa
y
el aliento, o algún candil postizo humeando en el hollín acumulado
de
la sonrisa más aviesa.
Todo
es incesante como los huesos que se resbalan en la mano.
La
barba en remojo de los que se hospedan en los huecos imaginarios
de
las ojeras, en el repliegue de cansancio de los tantos y tantos desvalidos.
A
ratos uno examina todas las rutas de la intermitencia, traduce y endereza
las
palabras, recuerda los escalofríos,
las
anécdotas un poco raras del país que amanece en la limosna y la congoja.
No
son monedas esas sombras que arrebatan la luz y el delirio,
aunque
a algunos les divierte la proximidad tóxica de las hipérboles,
el
rebosante umbral de arrugas de los cementerios,
o
la simple alegoría de cabalgar en el anonimato aun con tropezones.
(En cierto modo hay fantasmas en cada
una de las evocaciones:
cada uno resume la tiranía de las
fotografías,
el tiempo, tal vez, de aquella rama de
luz que nos apremia, o arrebata.)
Siempre
estamos a merced de la memoria y sus criaturas: sangran
entreverados
los recuerdos testamentarios de la hoja caduca del camino;
anochece
muchas veces en el momento menos oportuno,
cuando
cambian de cobija los cuerpos que ceden a la intemperie y al deseo.
Todo
ahora se descuelga de pechos babeados por soguillas de ojos invisibles.
En
medio de la muchedumbre, el refajo extraño de dientes junto
con
la vestidura del sofisma, hacen del tiempo oscuros lamparones,
o
juego de grandes nebulosas.
Mientras
las baldosas se roban las pupilas, no hay colirio para humedecer
lo
insospechado, ni más argucias para levantar cortinas de humo.
En
los días de audiencias y discursos cualquier imagen revela la gloria,
hasta
el punto de sepultar los infortunios.
(Pero la levadura del corazón es otra
cosa. Otra cosa las cucharaditas
de éxtasis, los desnudos marchitos de la
lengua, la ponzoña en el paladar.)
Cada
quien escruta la cobija de sus designios.
El
sueño se prolonga en la gota de sudor que cuelga de los hombros.
La
sed, en cierto modo, la desvanecen los espejos.
Caducan
las palabras en el poniente de la ceniza, en los juegos vacíos
del
tiempo, allí la rotación de los dinteles
y de la hecatombe.
Arde
el mundo de la memoria con su parto de hipos y chasquidos,
Arde
en cada una de las solapas mutiladas por el viento y lo pétreo de la noche.
A
veces resulta insólita en la enajenación de lo inmundo.
Dentro
de cada palabra, los oficios de la deshora y el puercoespín de sal
de
las semanas fúnebres del rostro y sus ocultas erupciones.
En
la calle aborrezco la confusión del tizne y las colillas y la forma maltrecha
de
los párpados, el útero de culpas junto a mi almohada de sabor revuelto.
La
puerta del tránsito adquiere cierta solemnidad.
A
veces el frío suele ser júbilo.
A
veces es solo amargura la ropa ajustada de los relojes.
A
veces el universo es solo ese viejo beso atravesado en la garganta.
A
veces es solo la rata aguzada que atraviesa los techos.
Sí,
a veces nos toca morder las poluciones
con la certidumbre de destemplada
palabra.
Procuramos entender de rodillas los eclipses.
De
vez en cuando, también, queremos cambiarle el nombre al Paraíso.
Luego
procedemos a la calma de la brasa.
Y
absorbemos las humedades del tabaco y su horizonte huérfano.
Ante
el arrebato, me echo a reír en el espejo torrencial de mis hundimientos.
Un
bocado de huesos crepita en el gusano convulso del sinfín.
Barataria, 2017
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