Imagen cogida de la red
CANDELABRO DE PÁJAROS
Como
en la pupila de la hoguera, se queman en ráfagas los recuerdos.
La
rosa pétrea del coágulo, saja las fiebres del aliento y corroe las ventanas
inasibles
del puñado de abandonos.
El
huésped de la sombra hunde sus espejos en la ojera de ceniza
de
los candelabros, al borde donde reverberan las escaleras y estatuas.
Claro,
uno se ríe de las dolientes sustancias que caen de la hoja:
la
lluvia solitaria del sollozo, los parajes oscuros que engendra el terror,
el
río de avidez que conlleva la seducción,
o
los jirones de humedad que permean la arcilla carcomida de la tierra.
Uno
huye, a menudo, de las pulsaciones de la melancolía.
Uno
huye de ciertas bocas que trotan en medio de la oscuridad;
algunas
dejan su huella balbuciente en el candil de los ojos como hamaca
de
fervientes ondulaciones.
Otras,
son ese caballo de la medianoche, indescifrables de musgo.
Sólo
el insomnio sojuzga el olvido hasta el punto de la atrocidad o vehemencia.
Allí,
siempre estoy al límite de mis impurezas.
Mi
costumbre es morder los pájaros de los candelabros, perderme en el metal
de
las semanas hasta hacer florecer la lascivia del verdugo.
Siempre
es triste escuchar una historia de amor en medio de espejos
incinerados,
dentro del sabor tetelque de los suicidios.
Ahora,
espero que se disuelvan en lo inmóvil de las aceras, esos espejismos
migratorios
de mis frustraciones o el largo gemido de los rieles…
Barataria, 2017
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