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DESPROPORCIONES
Sobre
el soplo de las invocaciones, las cámaras del éxtasis en la tormenta
de
cobija de todas las desproporciones que cruza la leyenda de la desnudez.
Uno
a uno los sofocos de las palpitaciones y el suicidio a los balcones.
Es
rara la fosforescencia de los alelíes entre náufragos.
Siempre
pululan disueltos los trenes en la línea del trópico del deseo.
Todas
las mercancías elevan el estrépito de la nostalgia: escribo más allá
de
las adulaciones o del carácter utilitario (indudablemente
la ceguera
es invisible e inmensa; resulta tan
perversa como las cadenas,
o los disfraces que usa la razón para
hechizar las muchas existencias.)
Juro
que acaba en tedio el ojo que nos mira insistentemente.
Mi
única diversión es pararme frente a los maniquíes de la deshora y ocurre
que
ahí, se empoza lo inminente, los juegos que jugamos en el desastre,
el
esplendor criminal narrado por los héroes,
el
horror que tiene su propia vocación en la vida nacional.
En
la legión del combate suenan los tambores de los difuntos y su pasado.
Pronto
se hará un compendio de toda la neblina, incluyendo la polilla
acumulada
por los monumentos.
Y
todo esto, para velar el propio llanto, o el ocio de amantes secretos.
Son
tan abominables las desproporciones que uno acaba por no enumerarlas,
ni
hacer que se castren las vallas publicitarias,
ni
ser firmante de las esquinas solitarias de la noche, densa y promiscua.
Nunca
dejamos la fascinación por el despojo, tampoco por el verdugo
herrumbroso,
empecinado en la ráfaga o la espuma.
Cuando
bajamos a los sótanos de los vertederos, nos damos cuenta de la risa
oscura
y agónica de lo horrendo: las fotografías son esos residuos del vacío;
la
historia, la misma que me narraba mi abuelo.
Envejecemos
en los prolongados pañuelos del desuso,
sin
devolver los saldos en rojo de la oferta y la demanda.
Resistimos
al caballo de la garganta,
aunque
sólo nos quede el esqueleto del desagüe, o ninguna inocencia.
Siempre
pienso en el reuma seminal de las semanas y su alfabeto agrio.
Frente
a mis ojos desfilan las frazadas decapitadas del aliento,
y
los alcoholes pútridos del avasallamiento.
Algunos
ciegos en su impasibilidad descifran el trasmundo de los genocidios;
otros,
con avidez acribillan el sinfín y su templo.
Y
otros más amurallan las palabras hasta conquistar la servidumbre.
Y
los que quedan, caminan entre las sombras corales de los bisturís.
Brillan
los oficios ruinosos de la zarza.
Hieren
todas las sustancias del zumo y el polvo y la ceniza y la farsa.
Los
antros trabajan en su propio teatro y nos dan su dosis de agua oscura.
Abren
los cementerios sus tempestades y nos hiere el cuchillo del luto.
Los
retretes parecen bestias sedientas en una mesa corrompida,
acaso
porque la complicidad nos ha colonizado
hasta el punto del hedor.
Tarde
o temprano las solapas se tornan autómatas.
Los
peñascos del delirio solo tienen cabida para candelabros.
Todo
es inquietante en un mundo de carceleros y no precisamente de epifanías,
de
estados mentales envilecidos,
o
de soñolientos cánones para mercancías.
Ante
la innumerable beatitud por la carcoma, lo obtuso prevalece
como
argumento hasta que se entona al unísono el vómito.
En
la deshora resulta patética, hasta cierto punto, la propia sobrevivencia.
Ninguno
se salva de los bramidos del rebaño en calles dislocadas.
La
niebla es un ataúd irremediable.
Al
cabo, alguien será pez humedecido por una lágrima…
Barataria, 2017
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