martes, 20 de junio de 2017

DESPROPORCIONES

Imagen cogida de Pinterest





DESPROPORCIONES




Sobre el soplo de las invocaciones, las cámaras del éxtasis en la tormenta
de cobija de todas las desproporciones que cruza la leyenda de la desnudez.

Uno a uno los sofocos de las palpitaciones y el suicidio a los balcones.

Es rara la fosforescencia de los alelíes entre náufragos.

Siempre pululan disueltos los trenes en la línea del trópico del deseo.

Todas las mercancías elevan el estrépito de la nostalgia: escribo más allá
de las adulaciones o del carácter utilitario (indudablemente la ceguera
es invisible e inmensa; resulta tan perversa como las cadenas,
o los disfraces que usa la razón para hechizar las muchas existencias.)

Juro que acaba en tedio el ojo que nos mira insistentemente.

Mi única diversión es pararme frente a los maniquíes de la deshora y ocurre
que ahí, se empoza lo inminente, los juegos que jugamos en el desastre,
el esplendor criminal narrado por los héroes,
el horror que tiene su propia vocación en la vida nacional.

En la legión del combate suenan los tambores de los difuntos y su pasado.
Pronto se hará un compendio de toda la neblina, incluyendo la polilla
acumulada por los monumentos.

Y todo esto, para velar el propio llanto, o el ocio de amantes secretos.
Son tan abominables las desproporciones que uno acaba por no enumerarlas,
ni hacer que se castren las vallas publicitarias,
ni ser firmante de las esquinas solitarias de la noche, densa y promiscua.
Nunca dejamos la fascinación por el despojo, tampoco por el verdugo
herrumbroso, empecinado en la ráfaga o la espuma.

Cuando bajamos a los sótanos de los vertederos, nos damos cuenta de la risa
oscura y agónica de lo horrendo: las fotografías son esos residuos del vacío;
la historia, la misma que me narraba mi abuelo.

Envejecemos en los prolongados pañuelos del desuso,
sin devolver los saldos en rojo de la oferta y la demanda.

Resistimos al caballo de la garganta,
aunque sólo nos quede el esqueleto del desagüe, o ninguna inocencia.

Siempre pienso en el reuma seminal de las semanas y su alfabeto agrio.

Frente a mis ojos desfilan las frazadas decapitadas del aliento,
y los alcoholes pútridos del avasallamiento.

Algunos ciegos en su impasibilidad descifran el trasmundo de los genocidios;
otros, con avidez acribillan el sinfín y su templo.
Y otros más amurallan las palabras hasta conquistar la servidumbre.
Y los que quedan, caminan entre las sombras corales de los bisturís.
Brillan los oficios ruinosos de la zarza.

Hieren todas las sustancias del zumo y el polvo y la ceniza y la farsa.

Los antros trabajan en su propio teatro y nos dan su dosis de agua oscura.

Abren los cementerios sus tempestades y nos hiere el cuchillo del luto.

Los retretes parecen bestias sedientas en una mesa corrompida,
acaso porque la  complicidad nos ha colonizado hasta el punto del hedor.

Tarde o temprano las solapas se tornan autómatas.

Los peñascos del delirio solo tienen cabida para candelabros.
Todo es inquietante en un mundo de carceleros y no precisamente de epifanías,
de estados mentales envilecidos,
o de soñolientos cánones para mercancías.

Ante la innumerable beatitud por la carcoma, lo obtuso prevalece
como argumento hasta que se entona al unísono el vómito.

En la deshora resulta patética, hasta cierto punto, la propia sobrevivencia.
Ninguno se salva de los bramidos del rebaño en calles dislocadas.

La niebla es un ataúd irremediable.

Al cabo, alguien será pez humedecido por una lágrima…
Barataria, 2017

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