Pintura de Omar Barquet, cogida de Pinterest
NEGACIÓN DE VACÍOS
Todos
los zaguanes se hunden en el bostezo de extraños umbrales
y
en el titubeo que retumba de miopías. Al mismo tiempo se niegan
los
senderos cansados del vacío: uno se harta de los cementerios prolongados
del
sueño, de lo irremediable que resultan ciertas laceraciones,
de
lo amargo del eco que aprieta el paladar,
de
lo odioso de las cruces de fuego en la humedad inevitable
de
una lágrima. Hay distancias y relojes que uno desea olvidar.
En
los úteros convocados, el calostro sin país, salvo el caracol de la congoja,
esa
miseria generosa e insolente que rompe las arterias,
los
charcos de silencio y desesperación, las calles sin evadirse y su torrente
de
parábola de muerte y su insonoro candil de vacíos.
Al
pie de tantos ojos sin nombre, los amarillos torrentes de los taladros,
o
esas rejas donde despierta el alba.
Ya
de los trajes de herrumbre y sed me desangro en el costado.
Ya
de los engaños, una tropa de lamentos y muchos caminos destruidos.
Desespera
la brasa del amor, se abren en espiral los sonambulismos.
La
vida, ayer como hoy, es un chorro de desamparos entre paréntesis;
no
se encienden las señales, sino los cascos de hedor y asfixia,
el
grito sin tregua como un caballo de ecos tendido sobre las vértebras.
Me
resisto a los andamios del asco y tal, Miguel Hernández,
sólo
quiero quedarme con la Esperanza, con su llamita de agua encendida,
y
su rosa de júbilo, así sea sobre la piedra y los nudos que trascienden al
cardo.
Me
niego a ser mamífero en la soñolienta pizarra de los zopilotes.
De
un lado, los dientes y su arista de pórtico nutrido;
de
otro, los maniquíes y sus cartílagos de poliéster y los altares de oración,
la
ruta cercana a los disturbios del hambre, en punitivas voces de antropofagia,
o
en lechosos evangelios que subliman la súplica.
Me
niego a los bautizos taciturnos de las osamentas y al territorio
monocorde
de ciertas homilías, a los neumáticos ahogados en el aliento,
al
galope de bulimia ennegrecida:
uno
lleva a flor de piel el cordero de la vigilia, la virginidad que atraviesa
cobijas
y nos seduce en los paralelos de los muslos.
Hombre
o mujer montan en el oficio del trópico y transfiguran su cuerpo
en
ventanas inasibles, en nombres donde se incineran cadáveres,
en
cascos de derretidos litorales o en morgues nauseabundas.
En
la vida civil se ven las municiones de neblina y la práctica de la acupuntura
para
entrar al mundo verdadero de la memoria.
Me
niego a morir siempre en medio del saqueo en la estampida de la ciudad
dividida,
o amordazada, o quejumbrosas de onomatopeyas y grafiti.
En
la esquina, los incesantes martillos en extrema avidez.
No
puedo responder a cuanto me entristece: las ansias conyugales
del
escombro, la escoria en perpetuo movimiento de la historia,
esas
mareas pobladas de errantes aguas, el presente de indefensos crucifijos.
Ni
siquiera el ajo o el vinagre hacen lo suyo.
Ni
siquiera esta caverna húmeda de pájaros y cóleras perpetuas.
Ni
siquiera la tolerancia que no deja de ser un vilano indescifrable.
Ya
cuando nadie padezca de sonambulismos, podrás sonrojar
aunque
sea en otoño, en medio de esas otras bocas del tiempo. Y reír.
Y
reír en primera o segunda fila.
Y
reír en los rincones infinitos del espejo.
Y
reír enseñando lengua y dientes.
Y
reír del amor y sus búhos lechosos.
Y
reír.
Reír.
Barataria, 2017
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