Imagen cogida de la red
MONOTONÍAS INMUTABLES
A
menudo, uno solo quiere sumar olvidos ante el paladar de la pesadumbre.
Me son
familiares los suspiros de los sarcófagos, el prójimo que camina
con la
lluvia hasta el cuello. La sombra de sed que incendia la vergüenza.
Uno se acobarda
cuando ya ha sido tronchado el surco de las manos,
y el
tiempo se llora en senderos sin ventanas.
Bastan
los campanarios sordos para rezar el rasgueo de los ruidos:
pasa
gritando un viento de sombras y brumas de éter y salmueras de metal.
Pasa,
es cierto, un ropero de llaves encendidas de herrumbre,
sobre
la voz ronca del granito.
Me
embriaga el vértigo de cuantas hojas caen al vacío.
De
cuanto se borra en el silencio y en las monotonías inmutables.
Hay
herraduras que muerden las sienes y heridas tenaces al filo de la espesura.
Bajo la
calle de sed, el ojo ebrio del contrapecho de los horcones,
la gota
circular del espejo, el cardo de los viejos monólogos.
Siempre
es así cuando uno quiere escapar de los tropezones, de la sombra
gris de
las telarañas, de los tantos escapistas de sueños.
Todo el
galope del hambre muerde las sienes, muerde al pájaro tendido
de la
tarde, enrosca los aleros y las esquinas del aliento.
Por si
acaso, me sobrecojo sujetando la lengua de asfalto del tedio.
Ignoro,
—si después de todo—, me encontraré con la vehemencia o deberé
estrangular
junto al desatino, el último cirio abisal del sollozo.
Barataria, 2017
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