Imagen cogida de la red
SOBERANÍA
DE LA CARCOMA
La palpitación de las cornisas es así: de a poco la polilla
carcome el resplandor
y solo queda la escupida de saliva sobre el tráfico.
Es tal la soberanía de la carcoma que no hay árbol ileso, ni
alma sin sombra.
Muchos se ufanan del ceño fruncido de la historia y de sus
comensales voluntarios
y de sus menudas exquisiteces.
Ya hemos hablado de cuánta
dignidad tienen las monedas, de cuántos fuegos
la mano invisible del viento, los pétalos amarillos de las
sombras,
las aguas escondidas del aliento y su cancionero de torcida
herrumbre.
A menudo solo hay que aceptar esa voz negra que sube desde
el subsuelo
a los lóbulos, del estiércol a la calle, de las raíces
acurrucadas hasta el pájaro.
(Uno sabe
de ese juego de aves de rapiña: afuera están todos los peligros,
el miedo al
golpe en la otra mejilla, los pormenores del frío escarbando
en las
cuatro paredes de las cicatrices, o en las lavanderías de la intemperie.
Desde
siempre, entonces, nos embarcamos en esta turbiedad tratando
de
convencernos de que no pasa nada, de que el vómito no infesta las ventanas,
y que a los
genitales nunca les llega la desesperanza.
Es terrible
huir. Siempre estoy huyendo de la hospitalidad de los periódicos.
Comprendo
la ansiedad que se posesiona de uno en los puertos.
En un día
de vértigos el infinito resulta deplorable como el sol muerto de la sed.)
La lluvia es innecesaria cuando llueve en demasía en el
cuerpo: la desnudez,
⎼⎼ Dímelo a mí⎼⎼, es historia balsámica en el éxtasis
redondo de la carcoma.
Debajo de cada calendario pantanoso, una viga de moscas cohabita
en la cajita de fotografías de la memoria: a veces se impone
la locura…
Barataria, 20.VIII.2016
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