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MONÓLOGO
No vengo ahora a haceros reír; son cosas de fisonomía
seria y grave, tristes, elevadas y patéticas, llenas de pompa y de dolor;
escenas nobles, propias para inducir los ojos al llanto, lo que hoy os
ofrecemos. Los inclinados a la piedad pueden aquí, si a bien lo tienen, dejar
caer una lágrima: el tema es digno de ello.
Monologo Enrique VIII de W. Shakespeare
Nuestras
vidas que van a dar a la mar, tal don Francisco de Quevedo. La vida como tal se
me antoja decir, ahora, es una mezcla fascinante de tantas historias y
prototipos de ensayos funestos. Se pudren los caminos sobre los cuales
transitamos, y se muere el pez, el pájaro y el cisne. ¿Hasta dónde llega el
lento polvo de los brazos? ¿Dónde los límites del subsuelo, la sombra silenciosa
de cuanto somos o dejamos ser? Enloquece el Dios de la palabra y la belleza,
enloquece la sonrisa en su lisiada juventud de indignación. Llenos de sal,
caminamos trémulos los caminos, los andenes, ese infinito que de pronto deja de
serlo en los naufragios. Arrecian las mitologías. El ojo dice y predice sobre
la herrumbre y los arlequines que pululan cerca de los lóbulos. Hay una luz
oscura alrededor de las mejillas, ¿quién tiene la desfachatez de decretar los
desasosiegos y la melancolía, estas ciegas ansias de dentaduras, esta oscuridad
que golpea el aliento hasta las crines del moho? “La verdadera intensidad del polvo de la
historia, / la encontramos en las distintas lecturas que hacemos del olfato, /
en los lugares donde se falsifica la conciencia,/ y en los orgasmos
retrospectivos de las alcantarillas.” Uno sólo tiene un alma para todos los
días. ¿Es la lucidez ardimiento de la luz? Puedo escuchar la tonada de la neblina, todo
lo que contienen las arrugas del umbral, todas las tumbas, todas las tumbas del
ojo menudo del suspiro. Uno siempre es cazador de equivocaciones, cazador de
zumbidos y mudeces. Crujen los ecos del polvo y las ramitas rotas de incienso
en el olfato. Morir es esculpir de algún
modo el propio aliento. Uno vaga junto a todas las caídas del tiempo y murmura
contemplando cada hoja que cae del calendario. A veces nos marea tanta
oscuridad, el ojo desnudo allí en lo terrenal de la vida y la escritura. Yo
sólo puedo pensar en dos cosas: vivir y morir, tan simple como eso los cánones
de la belleza, la fronda del ocaso de los anhelos, esta suerte de esperanza que
nos susurra y que no deja de ser un ardid en nuestro tiempo copado de
incertidumbres. Hay días que traspasan los días, esos pequeños titubeos de las
frondas, el horrible camino de la duda. Estamos en un tiempo de reverencias y
por eso se nos juzga. Es horrible el camino sin alas que nos sucede, horribles
y extraños los pasadizos secretos de la sangre, los prontuarios del mundo en el
cofre del olvido. Jugamos a las habitaciones vacías, sacudiendo la rosa del
desvelo, o sacudiendo la abeja enfurecida de la herida. A veces uno sólo afila
los enfados, y muerde las oscuridades que traspasan el aliento. Alrededor de
mis palabras, el bajo mundo de la respiración, quizá el tumulto de la noche
junto a cualquier mortal, quizá los adioses que siempre acaban por golpear fuerte.
Gime la misericordia ciega de las semanas, el jolgorio de la saliva, la espuma
alrededor nuestro. Uno siempre vive a merced de lo furtivo y acaba por empeñar a
la vida propia por la ajena. “Por encima del titubeo de las insinuaciones, está
el hervor fortuito de la tortura/ y su secuela de histerias ilegibles: es claro
que la comedia continua)…” Uno
encuentra, a propósito, tanta turbulencia que de pronto se torna normal. Brotan
los días como carbones pulverizados; grita el eco, mientras el viento arrecia,
cruza toda clase de plegarias. El tiempo no se detiene, sólo se zambulle en la
garganta, solo cruza como otro proscrito. Ignoro si aun tardíamente llegaré a
tierra firma. Si los remolinos son refugios para los golpes, si ser proscrito
constituye una amenaza. De repente los gritos enloquecen en mi conciencia, se
hunden en el ardor de mis palpitaciones, excepto la desesperación a veces de
rodillas como ese otro destino del murmullo. Hay aguas oblicuas en el árbol de
mi sombra, aguas donde tiemblan las palabras, aguas de puertas impacientes,
aguas de horas tardías, aguas clavadas en la muerte. Alguien me recomendó que
viera las distancias: ningún ojo puede tocar esta humanidad. Ninguna clemencia
es tan grande como un túnel sumergido de astillas. Ningún paredón es tan cierto
como morder un páramo, bajo espinas de ceniza. Sigo, de verdad, viviendo en
medio de los estruendos de la noche, la sombra funeraria que se abre a los
ojos.
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