Imagen cogida de la red
JARDINES
ABISALES
Debajo de las semanas, las arrugas
apiladas del paraíso. Todos los ruidos
abiertos de la espuma del subsuelo: los
fermentos y su audacia deshabitada,
la agonía al momento de romper las
armaduras,
los aullidos de las largas distancias
de las sombras, voraces, metálicos,
como el chillido de un pájaro trepando
la pared.
A menudo todas las siluetas se reducen
a libélulas, a vecindad porfiada.
Uno se asoma a la puerta ante la
respiración sinuosa de sombreros y gusanos,
ante el aliento en desbandada del
hambre y sus descaros.
Quizá sea verdad aquello de las
mazmorras y su próspera indiferencia.
Ante los muertos, uno sale a tientas a
la calle, casi como acercándose
a un prostíbulo, donde se leen las
páginas amarillas de los periódicos.
Alrededor de ciertos automatismos
emergen del subsuelo ciertas manías,
la de morder ⎼por nombrar una⎼,
la arcilla de las catacumbas,
la de contar los minutos en el
candelero, la de embobar las aceras
hasta el punto de ver rotos los bultos
de la resequedad, el sobrepeso del golpe,
la horqueta abierta de los jardines
abisales, el corsé de saliva
en los amanuenses irrefrenables, el
hojerío ficticio de las palabras.
Al mediodía uno ve las mareas hasta
donde llega la hinchazón de las campanas.
Alrededor de cada mano, las oleadas de
bolsillos, disimulando su atropellado deseo,
el mismo, el de siempre, el que
nos recuerda el grito.
Luego de las tantas reverberaciones de
la paciencia, uno acaba por ser objeto
biodegradable en la gran urbe invisible
del silabario…
Barataria, 08.VIII.2016
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