Imagen cogida de la red
MONÓLOGO (FERVOR DE LAS
PALABRAS)
La mirada que te mira contempla el crecimiento del
naufragio y su sombra
empezada ante tus ojos sin saber nunca en donde y cuando
termina la
profunda latitud inferior de su ceniza contempla los
sonidos vagabundos
de los hombres los caminos en fias de sonámbulos los
pájaros en fistas de
mirajes o en tumores del aire la mujer que lava la
vidriera de los pulpos y
mañana las cascadas en magnífio estado y el oso como
regalo de miel.
Vicente Huidobro
Señales
hay muchas para leer la realidad. Cualquier puede ver el horizonte. No hay nada sobrenatural en
escribir poesía: el poeta es alguien sí, que a mi modesto entender sabe leer e
interpretar su tiempo. No es un adivino en la acepción clásica del concepto.
Padece igual o más al resto de seres humanos. Pero también es cierto que la
poesía tiene mucho que ver con la filosofía. (Esto lo digo como mera digresión.
Seguramente los expertos, los estudiosos, los especialistas, sabrán explicar
mejor esta situación.) Yo sólo aspiro a escribir todos los días. Trato de
platicar con el candil o con los relámpagos, procura sentar a la mesa, mi
voluntad, mi deseo de explicarme, dispersar la niebla, morderle los calcetines
al reloj, buscar la verdad en la boca, evitar el viaje enmarañado de las
telarañas. Nada nuevo y sin embargo, leo los años cumplidos de los laberintos,
los dientes postizos de las calles, la vieja aritmética de la transparencia,
quizá el bien que nunca es del todo visible y de pronto es hasta huidizo. El
poema es la humanidad, es decir, retrata esos conglomerados, medita, los
humaniza. “No me sirve el espantapájaros disperso de la saliva, ni siquiera
este mundo/ con la sombra de tu nombre: sigo aquí extendiendo esa sombra de la
espera,/ hecha opacidad mi dignidad, hundida en el vacío tantas madrugadas./
Cada vez me resulta inmensa y distante la estrella de la buena suerte.” Hay una
hoguera de alas en la memoria, a menudo, difícil de controlar por parte del
poeta; uno busca espacios iluminados, en modo alguno ser Nostradamus. Yo juego
en las calles desde mi infancia con la infancia: escribir es recobrar esa
conciencia con el conocimiento de la adultez. Si alguien levanta polvo con su
escritura es otra cosa. Durante las mañanas, me congrego con mi conciencia, más
allá de todas las alimañas que merodean la vida cotidiana. Es probable que uno
escriba desde lo maloliente hasta la alegoría. Uno se acostumbra a caminar
entre vehemencias sordas, entre los absurdos de la sordidez, desde la amargura
o embriaguez de la ternura. Desde mi sombra el esbozo de luz de los espejos, los
callejones al costado de la memoria, los riesgos siempre de la escritura y el
bagazo a deshora de los ruidos. Un poeta hasta donde sé no es un ser
sobrenatural, bíblico, etéreo. Vive continuamente en medio del fuego, y niega
los trapos de la indiferencia, camina sin tener excedentes pecuniarios. Un
poeta es alguien que tiene a la diestra la palabra y humedece las calles de
significados. Digamos que uno le abre la compuerta al subconsciente y que es el
ojo quien advierte los almácigos. La respiración sin duda es un destino: la
polución de los escapularios también es un destino, lo es esta terca manía de
las palabras, el fuego orgánico del aliento o la herida. Alguien lo toca a uno
desde cierta otredad, alguien en lo indispensable para transitar las calles,
este avispero que necesita respuestas. Nunca he tenido nada que no sea
voluntad. Uno a veces es objeto de risa, y también desespera en lo
interminable, en lo perfectamente inmóvil, frente a cada extravío: al final es
el poema quien constituye el juicio final, las marcas que nos deja la
intemperie. No, yo labro la tierra con mis propias manos y hay noches y días
con bocas y manos. Nunca me sentado en mesa que no sea la de la esperanza. Procura
trabajar con las palabras, eso es todo, porque las palabras lo nombran todo,
porque las palabras trajinan, porque las palabras viven, porque las usan los
desconocidos, los enemigos, los limpiabotas, los cortavidrios, las putas, los
ladrones. Las palabras escarban en medio de las ciénagas y establecen su propio
reino. Aun en la máxima sordidez o exabrupto, el fervor de ellas: huelen
siempre a tiempo y a balanza, la eternidad quizá las petrifique, les dé siempre
un valor de videncia, una inocencia de remanso, la luz siempre de los sueños,
no de mercancía.
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