Imagen cogida de la red
RASTRO
DE LA MEDIANOCHE
Sobre las manos, el rincón febril de la medianoche y su
flama de opacidad.
Se ven helados los pedazos de sombras alrededor del filo de
las aceras.
Cada cercanía está llena de ruidos, entre una vida y otra
vida, las formas invisibles
de la complicidad, los zapatos debajo del subsuelo
del crimen:
en las ojeras grises de la gente, los ruiditos del estrépito
de la piel,
la hamaca de ojales, arriba y en el horizonte.
Tiritan frente a mis ojos las camisas oscuras de la muerte. (Nada se borra
en lo alto
de los párpados; en las afueras, hay aldabas y cipreses y sombras,
y una luna
enloquecida en medio de las ramas. Y una cruz de fatigas.
Nada
transcurre sin que se hunda el aliento en los candeleros.
En los ojos,
el cúmulo aguacalado de los miedos, la lluvia como un grito sordo,
aquellos
bultos descendiendo hasta la herrumbre en los dominios del abandono.
A veces es
solo una piedra la que abre con ímpetu las persianas del pecho.)
Yo siempre me quedo cavilando en cada una de las lecturas
que le hago
al envejecimiento: algo queda de uno después de la
escritura, quizá las espinas,
quizá la tinta y su crueldad de palabras, lo inútil de
escribir en un país
que no tiene existencia real, cada quien bracea en los
insomnios de su abismo,
y hasta percibe a sus semejantes en medio de los espejos
rotos del vecindario.
En el sentido del sollozo, no se explican todas las mordeduras
que nos deja la realidad, ni el frío de dientes que dentellea
al silencio.
Temporalmente uno puede girar alrededor de las rodillas, sin
el pánico,
que provocan las brumas de lo imposible, sin presagios
funestos.
Barataria, 2016
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