Imagen cogida de la red
RELECTURA
Tintinean, lentas, las monedas de saliva
sobre el cuerpo. Junto a los párpados,
la realidad ecuestre de la desesperación, la
lluvia sometida a cierta
hipnosis, y los dogmas al punto de la
indecencia.
No hay una teología que explique las campanadas
de la respiración al momento
de poetizar ese confuso aleluya de las
poluciones, el paraje húmedo
de círculos y el creciente desvarío de lo
inasible.
En la plegaria del entierro, me obligo a
morder el tabaco de la fe y dejar
el ritual de los puntos suspensivos con su
gusto de pasión sostenida:
la lengua aboga por ese bosque de
profundidades inciertas.
En las paredes del sueño, resbalan los peces
húmedos del fuego.
Arden las estrofas de cada movimiento de la
bóveda, la rima del vilano,
o la simple página donde se tensa el
apocalipsis.
Me apoyo en la antesala de las muletas del
paraíso, en las costuras de espuma
del desquicio, en el relámpago desmedido de
los ataúdes.
En la piel agónica del fósforo, la flama
submarina y su propia levadura:
todas las lunas suben al sonambulismo de la
boca.
Del testamento de la mesa servida, los
jeroglíficos de los mordiscos;
después, muere uno desposeído de pecados,
entre el crimen y sus monumentos.
De la historia, los ahogos y el susurro de
los trenes, la escama del follaje,
y su arpón de recuerdos y andrajos.
Así como en los libros, uno acaba releyendo
la misma historia y su aguacero.
Barataria, 2017
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