Imagen cogida de la red
GOLPETEO DE LIBÉLULAS
Penden de un hilo los abrazos de la niebla y la gota de
sed que tambalea
sobre la noche: nazco de cada argamasa que forman los
incendios;
otorgo a los relojes su condición de combatientes.
Huelo la artillería de pájaros que muerden el pelo
desgreñado de las sienes.
Siempre adivino los arrojos carnívoros del apetito y
envejezco en ello.
Ante el panal y el enjambre frente a mis ojos, me sumerjo
en algún vagón
o, en una ventana impoluta, o en la cavidad de una hoja
de ciprés.
Mientras los herrajes muerden el sonido, el golpeteo de
las libélulas,
los poros de cuerpo gastados en el suburbio de la
historia.
En aquellas pupilas de cinc de la desazón, los plurales
paraguas de lo ineludible,
el devaneo peligroso de pensar y escribir,
la abundancia de hartazgos de los simulacros, el
ejercicio del silencio,
para ahuyentar las disidencias: la obediencia nunca
produce dolores de cabeza,
sino amantes plácidos que disfrutan en lo posible los
diversos sueños.
—Vos y yo, —en realidad—, podemos vivir en algún
resquicio de prefijos,
o en ese juego de aprendiz al que uno entra con
temeridad.
Una rama de relinchos hurga en los oídos.
Ahí se hunde desgastado en campanario: calla, de seguro,
el alambique.
Cada imagen del cuerpo espía en las aceras hasta perderse
en sudor.
Clama la solemnidad de cuanta verdad hemos aprendido del
ruido de llaves.
Al final, resulta confuso y difuso el palabreo de tantas
estampillas sordas.
Barataria, 2017
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