Imagen cogida de la red
AGUJERO
Expuesto el rostro al espejo, nos
golpea el agujero de las certezas: una a una,
todas las posibles gargantas del
tormento, los relojes sobre las palabras,
la jaula que nos mira y nos
fecunda de oscuros futuros.
Danzamos alrededor de los huesos
de los sueños. Y en la nada, la niebla
y sus acechos perversos, la
mortaja y su cuello roto, el añil y su gótica migaja.
Siempre me quedo junto a la
revelación de las llaves: soy mendigo entre tantos
nudos impasibles, —por doquier
saltan los centavos de calvario,
el granizo hueco de las
luciérnagas,
el hoyo donde se ahoga el arado:
siempre me sorprende la montaña inamovible
del insomnio y su amarga tormenta
de hojas disecadas.
Tras el combate, la urgencia del
incienso y su resbaladiza piel de azogue.
De las paredes brotan insaciables
ramas de tinta, corazones negros, cadáveres
disecados donde llora la
infancia.
A menudo es tan grande el
agujero, que sólo se pueden ver los naufragios.
Uno busca pretextos en un tren,
en un barco, en un pájaro ciertas alegrías.
Los agujeros jamás están solos:
hay ecos y mortecinas gargantas mutiladas.
¿Cuánto dura la estrofa honda del
sollozo?
¿Cuántas ausencias hay que
escribir para encontrar la memoria?
—Nunca existe una hora especial
para morir: desde la vestidura de la sombra,
la sombra hacia los brazos. (Algo se petrifica en la orilla de los
nombres,
el nudo ciego que agudiza las pupilas, la nada y su caricia
hueca.)
Barataria, 14.V.2015
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