La preñez del ojo, es a fin de cuentas, un torbellino, o el estampido de otras sombras
agitadas, tan miserables como el camino que transito todas las noches entre el hacha
y la oscuridad que no dan tregua alguna.
Fotografía de André Cruchaga
SOMBRA DEL FUEGO EN LA PREÑEZ DEL OJO
Mientras duermo la oscuridad se hace densa en el ojo. Es la cumbre: la inmensa cumbre del abismo, la que está presente en el tableteo de mi pecho. La tormenta quema las paredes hasta el punto de hacer sangrar el fuego gris del aliento, el césped que una vez fue nupcial en el espejo: murmura la sangre arrojada a destajo del destino con sus golpes de almádana, olas de verdad como un año bisiesto fabulado, barcos ilusorios al límite del reloj trepan a la piel del abecedario y cavan, mientras tanto, los diversos rostros abigarrados en la memoria. Bebo, aquí, los ecos al galope y toda la carcoma caída en las sienes, los estirones de músculo como un aerobista ascendiendo a la desnudez del alfabeto, al hambre incontable que respiro. (Siempre vos, con tus juegos de castidad al borde de mi conspiración. La sombra desciende al desvelo de la mirada, redondas como las monedas mojadas en la piel, líquidas en la incandescencia del follaje.) La preñez del ojo, es a fin de cuentas, un torbellino, o el estampido de otras sombras agitadas, tan miserables como el camino que transito todas las noches entre el hacha y la oscuridad que no dan tregua alguna. Al final se rompen los ojos al pegar con la puerta: el caballo de la noche cabalga en mi garganta…
Barataria, 19.IV.2012
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