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REHÉN DEL FUEGO
¿No seremos
de su misma sensatez
Aunque el amor no viva sino un día?
Aunque el amor no viva sino un día?
James Joyce
He vuelto la Mirada al mar y las gaviotas.
Al jardín construido en el tejado, al helecho de soles cárdenos en mis pupilas,
siempre a velocidades desvaneciéndose, o bien de relámpagos a manos
llenas, horizontes del tamaño del fuego en mi calendario de juegos
ensimismados: edad, sed, espejos, me acompañan: estás aquí a través de los
muslos, pese al peligro de la violencia; a donde vamos, el agua inmune del
rostro; la caída de los paisajes en el trajín; a dónde nos volvemos uno sólo:
en la estación de los brazos del día, en el aserradero de la saliva, en el
trapecio de la lengua que atraviesa la garganta. La llave del poema rompe con
la cáscara de huevo o del granizo en el precipicio del jadeo, o del taburete
inclinado de la flama en pleno concierto de guitarra, o el ansia que reina en
la hondura del precipicio del lóbulo, o la caverna que nos guarda de los ecos,
nos aparta y pastorea nuestras manos hasta alcanzar plenitud de antorcha.
Después de todo, los pasos que damos son de la sangre: son todo lo que nuestro
espacio permite, sed, arena, botánica subterránea para nuestras caras en
transición perpetua; la carreta y los bueyes nos acostumbran a la acústica de
pueblo, gira el lápiz loco del sol de mediodía alrededor de las ventanas de
aire que promulgan los ijares, el acecho de las tizas, los diferentes pasadizos
del sueño, a veces inexactos para nuestros molinos de viento, ciertos con el
ruidito de las llaves en la cerradura, en poniente donde la noche se agiganta,
a momentos posibles en el rostro. De lo oscuro pasamos a las horas terribles de
la sed: a la limonada pervertida del vaivén de las hamacas, al guacal
cosmopolita del pecado, al cadáver, de las calles con sus diversas versiones de
realidad, cuyos dientes quiebran los espejos, el vaso derramado del volcán, el
cambio de fuego de los caballos, las siete flores blancas del cielo. A veces
arde Troya en los poros del cuerpo, aun aquéllos dibujados en el petate,
absortos senos del alba sin sostén, hechos para el café espeso de la noche, sin
voz ni forma, líquido con todos los posibles vagones del ferrocarril de mi
infancia, al punto de gritar hasta alcanzar la luz, la semilla cocida en
nuestro irremediable fuego. (Soy rehén, ya lo he dicho, de este relámpago
abierto en mis pupilas; me nutro del polen de los girasoles y para ello tengo
paraguas y las aguas de la lámpara de tu ombligo; por todo, me quito la ropa de
los solsticios, parto hacia la alucinación de las linternas, construyo, así, mi
propia palpitación: la piel hasta los pies de la poesía. El azúcar del sinfín
en tu intimidad plena.) Sialgo nos embelesa es el obsceno tiempo de rodillas, o
la garganta desgreñada del fragor.
del libro “MOTEL”,
2012 (Inédito) 170pp
© André Cruchaga
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