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MANCHA DE TINTA
Escribir un
poema se parece a un orgasmo:
mancha la
tinta tanto como el semen,
empreña
también más en ocasiones.
Ángel
González
El invierno aquí, nos cunde de palabras extrañas, la vigilia es
atroz entre vértigos insondables y ungüentos, días de respirar insomnios y
espejos que al soñarnos, nos acechan, como los meses grises en el cuerpo, —el tuyo y el mío que, nunca antes, supieron
sino de sábanas y constelaciones en equilibrio. Dejo tantas cosas: la madera
del cuerpo, el disturbio compacto de la saliva, La humareda del aliento, la
perpetuidad de tu presencia a quemarropa. (Siempre nos resultó extraña esta
suerte de paraíso: el aire etéreo de las gaviotas en las pupilas, los verbos
impregnados de estatutos, los poros cabalgando en lo pulsante de la nieve.
Pienso, desde luego, en los caballos desmesurados del ansia, en todas las
hormigas arrastrando el semen de los relojes, aquel horizonte húmedo atravesado
por el frio. Vos, una constelación a semejanza de mi rostro: subidas y caídas
en la noche.) Quizás debimos tener otro alfabeto sin mayores carencias, otra
escalera empinada hacia los ojos, sin arrugas ni ardores; —quizás, digo, pero
es sólo un simple decir, al trasluz del fuego de las ventanas que nos dieron
otros silencios hasta tocar los pies. Desde aquí, oigo tu cuerpo, madura la
piel al roce del deseo; desde aquí, el incendio quema las cobijas, se hunde la
almohada en el cuello, drenan las axilas su propio rio, hacia dentro, ahondo mi
boca en tu ombligo, curvas y lengua en la brasa de la cerradura, —puerta
diferente al aullido de los perros, tierra ávida donde bebe agua el zodiaco, la
sed donde se talaron las ansias y los jadeos, calles donde ambos cuerpos se
volvieron invisibles entre la gente y su ir y venir sin rumbo, como la neblina
ensimismada del ojo sobre la copula del vestigio. Desde aquí, siempre, tus
palabras con un invierno de hostias sin fatiga: sumiso el sonambulismo de los
espejos, los días feriados del calendario, el labio detenido a contraviento de
las mareas, y los trenes, por supuesto, que ascienden hasta nuestras sienes,
hasta llevarnos al mar de lo invencible, hasta el eclipse de las luciérnagas
dentro de las pupilas. Hasta el árbol plantado del cierzo. Así me permaneces en
la vendimia del cuerpo, así me sudas y me confundo con las aguas del invierno,
con estos grises que para mí, sólo son tiempo, materia de nuestro propios
sueños, —los tuyos y los míos, el pájaro desnudo del asombro, en la pupila que
se rompe en la luz, en la imagen que pestañea sobre el fruto, mariposa o
campana en la redondez crecida de la aurora. Siempre nos salimos de todo
infinito; así pudimos habitar los diluvios y las cópulas furtivas del apremio.
Y jugamos al brebaje de tu cuerpo sin agravio alguno. Ahí descubrimos la cajita
del invierno y las consabidas aguas en los sentidos.
Del
libro “MOTEL”, 2012 (Inédito) 170pp
©
André Cruchaga
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