Un día se vuelve amarilla la acumulación del verde, la sombra galopante
de los pensamientos en la desmesura del minuto.
Por cierto que la voz se ahoga en los encajes del pubis, con el creciente
mediodía que eso tiene, con los perros que ladran sobre las aguas...
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PATIO CON BEGONIAS
Un día estaba yo triste, muy tristemente
viendo como caía el agua de una fuente.
RUBÉN DARÍO
¿Hay alguien aquí, después de todo, jugando en el patio a los recuerdos,
o es sólo el espejismo, pedazo de memoria en las ventiscas del césped,
domésticas conversaciones de tiempos idos, fenecidos en los pulmones
del gallo que despierta siempre en la deshora de las mareas?
Entre el patio del cuaderno y las begonias, hay espesas entrañas
de colmillos, voces acostumbradas al sueño,
litorales de herrumbre con escarabajos,
oscuras risas colgadas de las mochetas de las ventanas,
cierta flora hermética girando en la intimidad de las hormigas,
haciendo lo suyo como lo hace la tinta en el cuaderno.
Un día se vuelve amarilla la acumulación del verde, la sombra galopante
de los pensamientos en la desmesura del minuto.
Por cierto que la voz se ahoga en los encajes del pubis, con el creciente
mediodía que eso tiene, con los perros que ladran sobre las aguas
que el puño concreta en el combate del murmullo,
al fondo, los brazos invocando la gota del yo sobre el tejado,
la necesidad de salvarme, de salvar este pedazo de conciencia
que aún queda antes de que la fosforescencia se convierta
en promiscua llama.
—Es difícil caminar alrededor de los mismos círculos,
celebrar lo humano sin que las extravagancias hagan lo suyo: así,
—vos y yo—, despedazando el único jardín que nos queda:
las pupilas que alguien quiso desgarrar,
la vestidura del cierzo en contraste con un mundo de ceniza.
Hay pálpitos que uno ama aunque recrudezcan la intemperie,
cuerpos fríos de hambre y olvido,
caballos muertos sobre la herrumbre de las estatuas, magmas
de pupilas sobre el ojo que embiste al ojo de las mareas, sobre la cara
paraguas de lluvia lunar, losas sucesivas de silencios.
Después de tantas divagaciones me quedo aquí: justo en la danza
de las abejas, o en todo caso, del moscardón de la deshora
oyendo estupefacto, lo postrero,
sucumbiendo a la sombra ceñida en mis sienes.
Lo cierto es que vos y yo, —aún con lámparas— nos volvimos
invisibles; no sé cómo hacer el mundo sin sombras, sin que el beso
o el abrazo, el lenguaje espléndido de los trenes,
la fragancia del azúcar en los jardines.
En un mínimo instante de vértigo, derramamos toda la doctrina
de las ventanas, —desde aquí, lo sabemos, porque cruzamos
el carbón del tiempo, porque bebimos cada opuesto de los colores,
porque escarbamos en el aliento,
porque la llovizna de siempre nos inundó de incertidumbre.
Otro día, el sudor, seguramente nos bañará de clamor: la vida es eso,
clamor con un sinfín de dudas…
Barataria, noviembre de 2011
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