Ante tanto calendario destrozado, sólo me quedan los azotes
de una voz lejana, parecida a los trenes grises de la muerte: suspiro
en el goteo del alambique con ese chorro de éter desdibujado
en la memoria de la herrumbre que también hace lo suyo,...
OQUEDAD
Ahora tendría que hablar de la descorporización de la realidad,
de esa especie de ruptura aplicada, que parece multiplicarse
ella misma entre las cosas y el sentimiento que producen
en nuestro espíritu, el sitio que se toman.
ANTONIN ARTAUD
Hay espacios vacíos en la oquedad de la caverna. La música
no cabe en el hueco del musgo, no el ala, ni la almohada,
ni la sed por los cementerios.
No es posible tanto hueco en las guitarras, en el arpa del pecho,
ni en esta luz que escapa de mis manos.
Lo mismo da a fin de cuentas, indagar en el lavatorio de penas
y sudores, a anegar las caricias en una bacinica hecha
de multitudes pálidas; lo mismo digo, cuando el desengaño
se ha vuelto insalubre y no quedan ojos para transparentar los juguetes
de la saliva a media asta del pedestal de las estatuas.
No hay campanas que suenen en el diente de las estaciones,
salvo la guitarra del clítoris en el estribillo de la yema de los dedos,
un horizonte de pianos en la hojarasca,
humeantes horas del enigma que atraviesa los muslos como un tren
arrastrado por los párpados. Lo demás es oquedad.
Lo demás no tiene sentido en los bejucos retorcidos del reloj
que se yergue como un grifo de horas pantanosas.
En cada yute de la memoria, el cuello roto de las estrellas,
los ojos cerrados de tanta oscuridad, otras caricias huecas
en sustitución de las que fueron mapamundi,
o simplemente latido alrededor de los lóbulos.
Cada día el sueño tiene burbujas cansadas, páginas enteras de saliva,
bocetos de catacumbas en la lengua,
ingles de sal a la hora en que la melancolía se hace presente,
ropa sucia colgada de las ventanas, paredes ciegas de caligrafía,
ladera de escapularios,
sin más respiración que la bruma fría de un frigorífico.
Ante tanto calendario destrozado, sólo me quedan los azotes
de una voz lejana, parecida a los trenes grises de la muerte: suspiro
en el goteo del alambique con ese chorro de éter desdibujado
en la memoria de la herrumbre que también hace lo suyo, mientras
socava los pilares de la luz,
esa luz hueca de las rendijas, corona del minuto en fuga,
molino de la noche que escapa a los relojes.
Aún así vivo el chirriar del aceite en la sartén, la cuchara en la sopa
del largo gemido, estertor del yo en la marea, hondonada
en el destello, pupilas desliadas en la calle del tarro del poniente.
(Aún así, con tantos agujeros en el cielo de la garganta y vacíos,
trepo al ojo depredador de la libido;
subo a las aguas agolpadas de la materia, la materia de la otra
mitad, y escribo con letras mayúsculas sobre el esparadrapo, sombra
del hambre en el monólogo del taburete igual que cualquier
espectro grabado en el pulso de la espuma, a lomo de colmillos.)
Barataria, noviembre de 2011
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